Entre los escombros de Damasco, Ahmad y Basel, dos niños sirios, recogen chatarra para sobrevivir. Lo que extraen con sus manos termina, quizá, convertido en varillas que levantarán edificios en Estambul o estadios en Europa. Su trabajo infantil es el primer eslabón de una cadena global que transforma la devastación en negocio: la industria del acero que se alimenta de guerras.
Durante un año de seguimiento, diversas fuentes, imágenes satelitales y datos comerciales revelan cómo toneladas de metal extraído de Siria, Libia o Ucrania acaban en fundiciones turcas. Milicias, regímenes y empresarios sancionados financian sus operaciones saqueando el hierro de los países en conflicto. De allí, la chatarra viaja en barco a Turquía, donde se funde y se vende al mundo.
El acero reciclado representa hasta el 85% de la producción turca. Europa y Oriente Próximo compran sin preguntar por su origen. No existe un sistema que certifique la procedencia ética de la chatarra, ni siquiera en el marco de las políticas climáticas de la Unión Europea. Los compradores finales —constructoras, gobiernos, fabricantes— desconocen si el material proviene de la destrucción de un hospital en Alepo o de un tanque ruso en Ucrania.
En el nuevo mapa del capitalismo del hierro, las guerras son minas abiertas. Cada edificio demolido se convierte en materia prima, cada proyectil en oportunidad de negocio. Ahmad y Basel no lo saben, pero su jornada bajo el polvo mantiene encendidos los hornos del mundo.