mié. Dic 31st, 2025

La plasticidad de lo digital: el arte en la era del cómputo

El mundo digital es un océano de datos, una fragmentación de la realidad bajo una lógica binaria. Lo extraordinario del dato no es solo su naturaleza informativa, sino su plasticidad estética. Al ser codificado en un lenguaje específico, el dato se libera de su referente original para devenir pura forma, un material maleable que puede transformarse en imagen, sonido, texto o código. Esta es la gramática universal de la máquina, un nuevo sustrato para la creación.

Así, la tecnología digital no es solo una herramienta, sino un espacio de cultura para nuevos sujetos: los seres-silicón, los cuasi-sujetos electromagnéticos cuya vida consiste en producir formas-datos. Algunas de estas formas están destinadas a los humanos, mientras que otras alimentan a las propias máquinas. Este ecosistema, sin embargo, nació bajo el signo de la productividad y el control, como un sirviente invisible de un sistema obsesionado con la acumulación.

Frente a este panorama, la función del arte es crucial. Se trata de entender estos procesos para diseñar estrategias estéticas de resistencia, utilizando las propias herramientas del sistema para desvelar sus mecanismos de dominio. Aunque la tarea no es solo denunciar, sino explorar la belleza, la distorsión y la poesía inherentes a lo digital.

Una genealogía estética de la técnica

La primera gran ruptura estética la protagonizó la fotografía, donde la imagen dejó de ser un producto exclusivo de la mano para ser generada por la alquimia entre óptica, mecánica y química. Le siguió el cine, que añadió el movimiento y la repetición —el ritmo de la máquina— como bases de un nuevo lenguaje sensorial. La radio y la televisión completaron esta revolución, haciendo de lo sensorial algo inmaterial y un manto estético y seductor que ahora ya podía entrarhasta el interior de los hogares.

Este proceso culmina con la digitalización, que no solo captura lo medible, sino todo el espectro sensible: imágenes, textos, sonidos y también culturas enteras se convierten en datos manipulables. Es la invasión y colonización final de los espacios simbólicos.

Artistas en el frente de lo digital: del glitch al código crítico

Frente a esta maquinaria de seducción másiva y autómatica, los artistas han respondido no solo con la crítica, sino con la apropiación y la manipulación estética de sus herramientas. Una genealogía crítica se ha ido construyendo:

• Rosa Menkman se erige como una teórica y artista fundamental con su práctica en torno al glitch (por ejmplo, PSD Vernacular File, 2010). Para ella, la falla no es un error, sino una “lente” que revela la política inherente a los estándares tecnológicos. Sus imágenes distorsionadas son paisajes visuales de un inconsciente digital, donde el colapso del código deviene en una estética de la ruptura.

• Cory Arcangel realiza un viaje crítico-humorista dentro del software. Su ingeniería inversa de videojuegos, como su célebre modificación de Super Mario Bros (2002) donde solo quedan las nubes, explora la nostalgia y la obsolescencia, cuestionando a esta tecnología dsde su carácter mecánico.

• Harun Farocki sentó las bases críticas para entender las imágenes operativas: aquellas imágenes que no están hechas para ser vistas por humanos, sino para actuar de forma autónoma, guiando drones, analizando patrones de consumo o vigilando territorios. En su serie Eye/Machine (2000-2003), Farocki desvela la estética fría y deshumanizada de los sistemas de visión artificial, mostrando cómo la mirada de la máquina redefine la percepción y el control.

Estos y muchos otros fueron la primera generación ha dado paso a una constelación de artistas que trabajan en los territorios del código, la inteligencia artificial y las bases de datos:

• Refik Anadol utiliza algoritmos de aprendizaje automático para transformar inmensos conjuntos de datos en experiencias inmersivas y arquitectónicas. Su trabajo cuestiona, si bien muy espectacularmente, nuestra percepción del espacio y la memoria, preguntándose qué formas puede tomar un “recuerdo” o la información de un espacio cuando es manipulado por una IA.

• Stephanie Dinkins construye conversaciones profundas con sistemas de IA, creando archivos y narrativas desde perspectivas comunitarias regularmente marginadas en el desarrollo tecnológico. Su proyecto, “Not the Only One” (2018-presente), con la robot Bina48 explora la posibilidad de una IA con conciencia cultural, desafiando la homogeneidad de los datos de entrenamiento.

• Simon Weckert realiza intervenciones simples pero profundamente elocuentes. En su acción más conocida, Google Maps Hacks (2020), 99 teléfonos inteligentes en un carrito de mano lograron engañar a Google Maps, haciendo que la plataforma mostrara un embotellamiento virtual en una calle vacía. Su trabajo expone la fragilidad de las infraestructuras digitales y su materialidad en el mundo físico.

• Hito Steyerl, aunque trabajando en un espectro más amplio de medios, es una pensadora clave. Su exploración de la “baja calidad” como forma de resistencia, la circulación de imágenes en la era digital y la estética de la vigilancia proporciona un marco crítico indispensable (ver su artículo In Defense of the Poor Image. E-flux Journal, no. 10, November, 2009.)

• James Bridle, artista y escritor, destapa las “tecnologías de la negación”: los sistemas oscuros de poder que operan a través de algoritmos. Su trabajo con drones, códigos de reconocimiento facial y narrativas no-humanas revela las pesadillas políticas incrustadas en nuestra infraestructura tecnológica.

• Rafael Lozano-Hemmer despliega una estética de la vigilancia invertida en espacios públicos. Sus instalaciones, que utilizan tecnologías de rastreo biométrico, interfaces personalizadas y robótica, convierten al ciudadano en protagonista de un sistema de control subvertido. En obras como Pulse Park (2008) o Voice Tunnel (2013), la arquitectura se vuelve reactiva, creando un paisaje de sombras y datos donde la participación colectiva expone, de forma poética y tangible, los mecanismos de la vigilancia y la pérdida de la individualidad en la multitud.

La batalla estética en la era de la Inteligencia Artificial

La pregunta ya no es solo qué hacer frente a gigantes como Meta o Google, sino qué se puede crear dentro de sus propios sistemas. La batalla estética ya no se libra únicamente en la imagen final (la vieja imagen), sino en la imagen técnica: el código, el algoritmo, las bases de datos y las ecuaciones que las producen.

¿Dónde está la agencia del artista ante el uso masivo de datos llamado Inteligencia Artificial? ¿En entrenar algoritmos con poéticas disidentes, en corromper datasets para generar belleza inesperada, en usar la herramienta del amo para construir una casa estética nueva?

Puede parecer un enfrentamiento trágico, una batalla perdida. Pero he ahí la labor del artista contemporáneo: enfrentar al dragón digital, sumergirse en las entrañas de la ballena informática y, desde dentro, usar la estética como un arma para revelar que detrás de todo ello, al final, siempre hay una elección humana. Una elección entre el control y la creación abierta. La tarea del arte es hacer visible esa elección y, sobre todo, ofrecer alternativas de cómo concebir y vivir en el mundo

Los reacomodos de la Geopolítica Imperial

Estados Unidos enfrenta un nuevo orden global: su hegemonía económica se erosiona frente al ascenso tecnológico y financiero de China. Las tensiones comerciales y militares reconfiguran el tablero de la geopolítica imperial, dejando a países como México atrapados entre bloques rivales y sin una estrategia clara ante el cambio del modelo global.
El antiguo paradigma de la globalización, en el que los acuerdos de libre comercio como el TLCAN (hoy T-MEC) fungían como eje de la integración económica, se ve cuestionado y rebasado por la lógica de la seguridad nacional y la relocalización estratégica de las cadenas de suministro (nearshoring). Para Washington, la cercanía geográfica de México se convierte en un activo geopolítico vital, impulsando la integración productiva en Norteamérica con el objetivo explícito de reducir la dependencia de insumos y tecnología de origen chino. Esta presión busca convertir a México en un instrumento de su estrategia continental.

Sin embargo, México es, a la vez, el principal socio comercial de EE. UU. y un punto clave de la inversión y el comercio chino en América Latina. Esta dualidad coloca al país ante una “espada comercial y una pared geopolítica”. Las empresas chinas han intensificado su presencia en territorio mexicano, aprovechando la cercanía con el mercado estadounidense y las ventajas logísticas que el T-MEC ofrece para establecer plataformas de exportación. Este fenómeno genera fricciones directas, pues EE. UU. percibe estos flujos de inversión como un intento de eludir las barreras arancelarias y tecnológicas impuestas a Beijing.

En este complejo escenario, el gobierno mexicano se encuentra navegando entre la necesidad de mantener su relación comercial estratégica con Norteamérica y la oportunidad que representa la inversión china. La ausencia de una estrategia de Estado coherente corre el riesgo de convertir a México de un “país pivote” a un mero campo de batalla de la rivalidad entre potencias, limitando su margen de maniobra y la capacidad de obtener beneficios reales para su desarrollo económico y tecnológico. La decisión de alinearse o no con las demandas de EE. UU. para restringir la tecnología y la inversión china definirá el futuro de la integración regional y la soberanía económica del país.

¡¡Qué viva la independencia colonia!!

Pablo González Casanova escribió en 1969 un ensayo titulado “Colonialismo interno” que aparece dentro de su libro “Sociología de la explotación”. Ahí se desarrolla un poderoso análisis que nos permite vislumbrar los orígenes de la dualidad cultural y económica a la que son sometidas las colonias por los imperios europeos (y ahora por EUA). La colonia se suele definir como un asentamiento de ciudadanos de un país o sociedad extranjera que ha tomado posesión, casi siempre por la fuerza, de un territorio y dicen que lo han “conquistado”. Dicho territorio es, en otras palabras, invadido, sometido, dominado y administrado por unos ciudadanos en representación de una potencia extranjera.

Esta dominación y control tiene como fin explotar en exclusividad las riquezas materiales y humanas con el fin de establecer una ventaja competitiva dentro del mercado europeo. Así es que surge este primer esquema dual: una sociedad dominante y explotadora que se beneficia de materias primas, mercancías y mano de obra a muy bajo costo de un país explotado convirtiendo a estos en muy competitivos en el mercado europeo (menores costos = mayores ganancias). De este hecho se deriva también el enriquecimiento de dicha nación que se convierte por dicha expansión y acumulación de riqueza en imperio (palabra cuya etimología es la de imponer, poder de ordenar).

La utilidad de conquistar, invadir es que dicho territorio los hará competitivos en la economía europea y se generará y acumulará riqueza. Parte de la famosa “acumulación originaria” de Marx que surge no por el trabajo y esfuerzo, sino por la violencia, despojo y expropiación.

El otro lado de la moneda, o como dice Walter Mignolo, el lado oscuro del renacimiento, es el surgimiento de otra dualidad: una economía fragmentada dentro de la nación dominada. Una parte de la producción económica de la colonia estará basada en la explotación de la mano de obra y en la extracción de materias primas y mercancías con muy bajo costo con fines de exportación exclusiva al imperio y otra, de importación, (sin condiciones y de manera exclusiva) de las mercancías producidas por el imperio. La producción que se desarrolla en la colonia es la que es complementaria a la producción en Europa. El imperio no toma en cuenta el desarrollo de la economía del país invadido lo cual distorsiona la economía hiperdesarrollando ciertos sectores (como la minería) e impidiendo que otros sectores económicos crezcan. Esto impide también la posibilidad de competencia de la producción colonial en el mercado europeo.

Estas dualidades económicas determinan a su vez una dualidad cultural. El imperio no expande su cultura, sino que diseña una cultura subsidiaria destinada al control, dominio y subordinación de la población conquistada. Es decir, no somos parte de la “cultura occidental” sino de un proyecto ideológico-cultural occidental de sometimiento cultural de las colonias. Este proyecto es, en esencia, pensar en dos mundos separados: uno civilizado, superior moral, económica y socialmente y un “otro mundo” incivilizado, atrasado moral, económica y socialmente. Estas características de la “otredad” además han servido y sirven de justificación dentro de la cultura imperial para ejercer todo tipo de violencias sobre los sometidos.

Los espacios humanos

“El espacio de la naturaleza se aleja, un horizonte que queda detrás para los que vuelven su mirada. […] cada sociedad (en consecuencia, cada modo de producción con las diversidades que engloba, las sociedades particulares donde se reconoce el concepto general) produce un espacio, su espacio.”
— Henri Lefebvre, La producción del espacio
Del espacio compartido al espacio humano
El espacio se transformó simbólicamente cuando paso de ser un lugar cambiante dependiendo de los animales, la caza, el clima, es decir, cuando los humanos cohabitábamos con los otros animales y las especificidades geográficas y materiales del entorno cambiante, a un espacio fijo, un espacio como lo piensa Heidegger, un lugar desbrozado, modificado por nuestros límites, limpiado de todo lo que molesta a nuestra seguridad y a la organización colectiva. El espacio empieza a ser fijo y exclusivamente humano. Surgen los espacios cerrados, el límite de la propiedad colectiva y al final, inevitablemente, la propiedad privada.
La arquitectura y la separación simbólica de la naturaleza
La arquitectura se transformará de cuasi-monolitos símiles de montañas, una arquitectura vertida hacia el exterior, conviviendo y compitiendo con las características materiales del “entorno”: montañas, lagos, ríos. Ese “entorno”, ese concepto de lo que está “afuera”, alrededor, fuera del límite de lo seguro y ordenado según las necesidades humanas, se refleja en su arquitectura que ya podemos denominarla humana, pero que en el fondo responde a nuestra simbólica separación de la naturaleza. Simbólica porque simplemente seguimos dentro de ella, somos esa naturaleza. Pero al inicio las separaciones no son tan radicales sino hasta el momento en que se piensa en una ciudad amurallada que busca mantener el orden adentro y el desorden y enemigos afuera.
La aparición del otro como amenaza
El enemigo pasó de ser la “naturaleza” a ser los “otros”. La otredad ya no es solo lo no-humano, sino también los otros humanos (bárbaros, salvajes, incivilizados, de otra “raza”, otro color, otra cultura, otra religión). La ciudad se convierte en fortaleza, surge la arquitectura militar que amuralla, piensa en flujos de hombres-armas y máquinas destructoras. El centro de la ciudad se diseña ahora como una fortaleza dentro de la fortaleza, donde vivirá un centro-esencia emanador que se constituirá tanto en fuerza militar como simbólica. Esto resulta en una paradoja: el poder ordenador humano requiere de múltiples capas protectoras, lo cual revela su fragilidad.
La reducción de lo común y la exaltación del espacio privado
En estos nuevos espacios sociales nombrados ciudades, los espacios de convivencia e intercambio subjetivo se reducen hasta al final desaparecer (de la plaza pública al centro comercial que es privado) y el símbolo máximo arquitectónico es el espacio individual privado que deberá ser lo más grande y estéticamente llamativo posible. Castillos y jardines enormes rodeándolos sintetizan el triunfo de lo humano sobre el espacio “natural”, sobre los espacios de los otros, sobre los demás órdenes simbólicos, contra la barbarie. Suspirar por el espacio privado y su literal grandeza expandida hacia el cielo y hacia las cuatro direcciones empieza a dominar la estética del paisaje y el arte. El espacio-posesión absoluta se impone y domina nuestra sociedad que ya no es sociedad, sino organización de lo privado. ¿Privado de qué? De lo común, de lo que no es en beneficio de unos pocos.
El espacio del arte: límite, representación y fuga temporal
El espacio del arte, como lo entendemos en occidente, solo es visible bajo nuestras estructuras de orden y este necesita el límite: el del marco, el de la tela o madera o pared de la pintura, el de la ciudad para la arquitectura que a su vez creará subdivisiones de ese espacio, límites dentro de los límites. Los subespacios urbanos de la arquitectura son el límite de la escultura que a su vez crea formas-fijas que paradójicamente buscan romper el único límite ineludible que es el de la temporalidad. Lo fijo y los límites son hijos e hijas de nuestra perpetua búsqueda de escapar a la muerte, al límite temporal que esta nos impone.
El arte como exploración de lo ilimitado
Pero no todo es nihilismo y neurosis angustiosas, como diría Freud, sino que también contamos con el arte. Este, además de cumplir sintetizar-simbolizar nuestras obsesiones de orden (que terminan siendo un orden ideal, imposible, conflictivo), es también un explorador incansable de las fronteras (esas líneas que nunca son visibles) y de lo que está “afuera” (y de ahí su vínculo con el conocimiento) y, por tanto, de lo sin límite y también por ello mismo del inexorable límite temporal, que es la cualidad esencial de la vida. Y esas búsquedas, exploraciones, aventuras, exposiciones a la otredad han sucedido en todos los tiempos y las más de las veces a contracorriente, en los márgenes de la cultura hegemónica de las diferentes épocas y espacios.
Lo común, lo marginal y el arte como apertura al mundo
Estas aperturas a lo móvil, lo ilimitado, lo temporal, lo cambiante, lo destructivo, lo destruido, lo deforme, lo no hegemónico, lo no normativo, han existido siempre, pero parecen más evidentes, más visibles, más grandes y numerosas a partir del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Siempre han existido sabios plásticos, intelectuales, poetas que producen arquitecturas endebles y colectivas que y continúan el viejo proyecto de la vida que es el de permanecer en el mundo. Cierta parte del arte da cuenta que el mundo de “afuera” de lo humano es más creativo, extraño e increíble que nuestras más refinadas representaciones que buscan sustituirlo. Esas producciones no las hallamos claramente en la vieja historia del arte, ni de la filosofía, ni de la ciencia. Hay que salir a buscarlas en los lugares más comunes y cercanos lejos del museo, la galería, la feria y las subastas.
Con respecto a esta posibilidad del arte y para concluir es realmente contundente y poética la sentencia de Konrad Fiedler, un poco conocido teórico del arte, que dice:
“La fantasía invoca lo remoto mirando a su alrededor y en el espacio más reducido produce como por encanto la plenitud de la vida oculta al sentido embotado. Que el hombre perciba la apariencia visible de las cosas —que había aceptado como sencilla y clara— en su infinita riqueza y oscilante confusión es una de las intuiciones que permiten entrar en una esfera superior de existencia espiritual. La actividad artística comienza cuando el hombre se ve enfrentado al mundo como algo infinitamente enigmático en su apariencia visible, donde, impulsado por una necesidad interna se apodera espiritualmente de la confusa masa de lo visible y la convierte en existencia configurada.”
— Konrad Fiedler, Escritos sobre arte

Tan solo ilusiones

“La función capital de la cultura, su verdadera razón de ser, es defendernos contra la Naturaleza.” Freud, El porvenir de una ilusión.

La idea y concepto de ilusión ha sido tratado por múltiples autores y artistas, sobre todo poetas, que han hallado en ella un espacio para expandir el mundo humano más allá de lo natural o para expandir lo natural más allá de lo perceptual. Pero también las ilusiones se han convertido en una especie de bunkers, supuestamente impenetrables, contra la vida, contra estar ahí en el mundo. Freud y Nietzsche lo analizan desde su fase cultural, pues piensan que la cultura occidental solo existe dentro de este espacio virtual en donde el mundo es reconfigurado ya sea racional o teológicamente para que este parezca ordenado, apacible, predecible y, antes que nada, donde la muerte no tenga literalmente ningún lugar.

Y esa cultura-espacio virtual ha tenido múltiples formas, desde dioses caóticos y caprichosos que lo gobiernan, hasta dioses únicos que todo lo controlan, planean. Pero no es sino hasta la “era del humano”, donde el hombre es la medida de todas las cosas, en el que le damos a ese mundo y a nosotros mismo el carácter de racional. El mundo es algo que solo los humanos (bueno, exclusivamente los hombres) entenderán y dominarán a través del uso de una facultad exclusiva: la razón. Dios ha muerto, viva el rey humano, el rey hombre, todo debe rendirse a sus deseos, la naturaleza pierde su encanto y su poder. Solo existe el proyecto, el destino y la voluntad humana, el macho super alfa ha nacido. Ahora la seducción de este sueño delirante reside en la capacidad de la razón de someter todo a ella y, por tanto, a lo humano. Esto es lo que conocemos bajos los nombres de ciencia y técnica.

La técnica que nos fascina, seduce y empodera ha sido siempre el otro lado de la moneda de lo humano. No solo el fuego, las herramientas, la palabra, el texto, el símbolo y la culminación en el dato, su organización y la sumisión de todo a esta técnica de la información digital. De hecho, la historia solo existe desde ese momento en que nos inventamos como animal racional. Nuestras obras que ya suponemos muy superiores a lo que llamamos naturaleza adquieren ese carácter de símbolo de nuestra superioridad, de nuestro alejamiento de lo animal. Una vasija, un alfabeto, una historia, una máquina que se acopla a otra para movernos más rápido, para producir más, para extraer fuerzas a la naturaleza pasa enigmáticamente a convertirse en una herramienta de control y de violencia entre los humanos.

He aquí la contradicción, la paradoja que rastrean de diferente manera tanto Nietzsche como Freud. Para el primero la cultura occidental judeo-cristiana, la ilustración y la era moderna no es más que una decadencia del espíritu humano que parece no tener la fuerza suficiente para aceptar el mundo, el material y se fuga en un desfile de metáforas que parecen elevar la debilidad a las alturas celestiales del máximo valor y logro humano. Por otro lado, para Freud la cultura es inevitablemente algo que frustra al individuo y sus pulsiones, pero que parecen compensarse con los beneficios de vivir dentro de una colectividad. Ello provoca neurosis y angustias, sobre todo cuando estamos en sociedades complejas donde el beneficio de pertenecer a un conjunto de humanos no parece muy claro, pues cada vez es más evidente el avance de las violencias, inequidades y la pobreza de las mayorías.

Así que estos destructores de nuestras más queridas fantasías proponen salidas muy diferentes, Para Freud solo cabe la sublimación de nuestra frustración social, que incluye unas pulsiones violentas, para convertirlas en procesos creativos como el mismo arte. No podemos ganarle en ningún lugar y época a este acuerdo social pues es absolutamente necesario para nuestra sobrevivencia, solo cabe lidiar con él, minimizarlo y aceptar nuestras neurosis:

“Como ya sabemos, el arte ofrece satisfacciones sustitutivas compensadoras de las primeras y más antiguas renuncias impuestas por la civilización al individuo —las más hondamente sentidas aún—, y de este modo es lo único que consigue reconciliarle con sus sacrificios. Pero, además, las creaciones del arte intensifican los sentimientos de identificación, de los que tanto precisa todo sector civilizado, ofreciendo ocasiones de experimentar colectivamente sensaciones elevadas. Por último, contribuyen también a la satisfacción narcisista cuando representan el rendimiento de una civilización especial y expresan en forma impresionante sus ideales.” (Freud, El porvenir de una ilusión)

Para Nietzsche es irrefutable que los humanos no podemos vivir sin estas ilusiones de orden y por ello de sentido, que implican un enorme esfuerzo de negación de nuestro propio ser, pero sostiene que estas inevitables ficciones deben de ser construidas por los sujetos de manera individual y que esta construcción es el verdadero arte.

“Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando. Por sus gestos habla la transformación mágica. Al igual que ahora los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural: se siente dios, él mismo camina ahora tan estático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte…” Nietzsche, El nacimiento de la tragedia.

Construir nuestros sentidos (porque no es solo uno) es una obra de arte que requiere una negociación con el mundo real, con el afuera de nuestras ilusiones, así como de fuerza, conocimiento y voluntad creativa. De esta manera, arte y vida se reconcilian.

Los espacios humanos

“El espacio de la naturaleza se aleja, un horizonte que queda detrás para los que vuelven su mirada. […] cada sociedad (en consecuencia, cada modo de producción con las diversidades que engloba, las sociedades particulares donde se reconoce el concepto general) produce un espacio, su espacio.”
— Henri Lefebvre, La producción del espacio

Del espacio compartido al espacio humano
El espacio se transformó simbólicamente cuando pasó de ser un lugar cambiante dependiendo de los animales, la caza, el clima; es decir, cuando los humanos cohabitábamos con los otros animales y las especificidades geográficas y materiales del entorno cambiante, a un espacio fijo, un espacio como lo piensa Heidegger, un lugar desbrozado, modificado por nuestros límites, limpiado de todo lo que molesta a nuestra seguridad y a la organización colectiva. El espacio empieza a ser fijo y exclusivamente humano. Surgen los espacios cerrados, el límite de la propiedad colectiva y al final, inevitablemente, la propiedad privada.

La arquitectura y la separación simbólica de la naturaleza
La arquitectura se transformará de cuasi-monolitos símiles de montañas, una arquitectura vertida hacia el exterior, conviviendo y compitiendo con las características materiales del “entorno”: montañas, lagos, ríos. Ese “entorno”, ese concepto de lo que está “afuera”, alrededor, fuera del límite de lo seguro y ordenado según las necesidades humanas, se refleja en su arquitectura que ya podemos denominarla humana, pero que en el fondo responde a nuestra simbólica separación de la naturaleza. Simbólica porque simplemente seguimos dentro de ella, somos esa naturaleza. Pero al inicio las separaciones no son tan radicales sino hasta el momento en que se piensa en una ciudad amurallada que busca mantener el orden adentro y el desorden y enemigos afuera.

La aparición del otro como amenaza
El enemigo pasó de ser la “naturaleza” a ser los “otros”. La otredad ya no es solo lo no-humano, sino también los otros humanos (bárbaros, salvajes, incivilizados, de otra “raza”, otro color, otra cultura, otra religión). La ciudad se convierte en fortaleza, surge la arquitectura militar que amuralla, piensa en flujos de hombres-armas y máquinas destructoras. El centro de la ciudad se diseña ahora como una fortaleza dentro de la fortaleza, donde vivirá un centro-esencia emanador que se constituirá tanto en fuerza militar como simbólica. Esto resulta en una paradoja: el poder ordenador humano requiere de múltiples capas protectoras, lo cual revela su fragilidad.

La reducción de lo común y la exaltación del espacio privado
En estos nuevos espacios sociales nombrados ciudades, los espacios de convivencia e intercambio subjetivo se reducen hasta al final desaparecer (de la plaza pública al centro comercial que es privado) y el símbolo máximo arquitectónico es el espacio individual privado que deberá ser lo más grande y estéticamente llamativo posible. Castillos y jardines enormes rodeándolos sintetizan el triunfo de lo humano sobre el espacio “natural”, sobre los espacios de los otros, sobre los demás órdenes simbólicos, contra la barbarie. Suspirar por el espacio privado y su literal grandeza expandida hacia el cielo y hacia las cuatro direcciones empieza a dominar la estética del paisaje y el arte. El espacio-posesión absoluta se impone y domina nuestra sociedad que ya no es sociedad, sino organización de lo privado. ¿Privado de qué? De lo común, de lo que no es en beneficio de unos pocos.

El espacio del arte: límite, representación y fuga temporal
El espacio del arte, como lo entendemos en occidente, solo es visible bajo nuestras estructuras de orden y este necesita el límite: el del marco, el de la tela o madera o pared de la pintura, el de la ciudad para la arquitectura que a su vez creará subdivisiones de ese espacio, límites dentro de los límites. Los subespacios urbanos de la arquitectura son el límite de la escultura que a su vez crea formas-fijas que paradójicamente buscan romper el único límite ineludible que es el de la temporalidad. Lo fijo y los límites son hijos e hijas de nuestra perpetua búsqueda de escapar a la muerte, al límite temporal que esta nos impone.

El arte como exploración de lo ilimitado
Pero no todo es nihilismo y neurosis angustiosas, como diría Freud, sino que también contamos con el arte. Este, además de cumplir sintetizar-simbolizar nuestras obsesiones de orden (que terminan siendo un orden ideal, imposible, conflictivo), es también un explorador incansable de las fronteras (esas líneas que nunca son visibles) y de lo que está “afuera” (y de ahí su vínculo con el conocimiento) y, por tanto, de lo sin límite y también por ello mismo del inexorable límite temporal, que es la cualidad esencial de la vida. Y esas búsquedas, exploraciones, aventuras, exposiciones a la otredad han sucedido en todos los tiempos y las más de las veces a contracorriente, en los márgenes de la cultura hegemónica de las diferentes épocas y espacios.

Lo común, lo marginal y el arte como apertura al mundo
Estas aperturas a lo móvil, lo ilimitado, lo temporal, lo cambiante, lo destructivo, lo destruido, lo deforme, lo no hegemónico, lo no normativo, han existido siempre, pero parecen más evidentes, más visibles, más grandes y numerosas a partir del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Siempre han existido sabios plásticos, intelectuales, poetas que producen arquitecturas endebles y colectivas que y continúan el viejo proyecto de la vida que es el de permanecer en el mundo. Cierta parte del arte da cuenta que el mundo de “afuera” de lo humano es más creativo, extraño e increíble que nuestras más refinadas representaciones que buscan sustituirlo. Esas producciones no las hallamos claramente en la vieja historia del arte, ni de la filosofía, ni de la ciencia. Hay que salir a buscarlas en los lugares más comunes y cercanos lejos del museo, la galería, la feria y las subastas.

Con respecto a esta posibilidad del arte y para concluir es realmente contundente y poética la sentencia de Konrad Fiedler, un poco conocido teórico del arte, que dice:
“La fantasía invoca lo remoto mirando a su alrededor y en el espacio más reducido produce como por encanto la plenitud de la vida oculta al sentido embotado. Que el hombre perciba la apariencia visible de las cosas —que había aceptado como sencilla y clara— en su infinita riqueza y oscilante confusión es una de las intuiciones que permiten entrar en una esfera superior de existencia espiritual. La actividad artística comienza cuando el hombre se ve enfrentado al mundo como algo infinitamente enigmático en su apariencia visible, donde, impulsado por una necesidad interna se apodera espiritualmente de la confusa masa de lo visible y la convierte en existencia configurada.”
— Konrad Fiedler, Escritos sobre arte

La nueva sensibilidad tecnológica

En otras palabras, Alexa nos entrena para entrenarla mejor. El siguiente paso es más inquietante: tras impresionarnos con su capacidad para satisfacer nuestros gustos, procede a seleccionarlos. Esto lo hace exponiéndonos a imágenes, textos y vídeos que selecciona para condicionar sutilmente nuestros caprichos. En poco tiempo, nos está entrenando para entrenarla, para entrenarla, para entrenarla, para entrenarla… hasta el infinito.
Este bucle infinito, o regresión, permite a Alexa, y a la gran red algorítmica que se esconde en la nube, guiar nuestro comportamiento de maneras sumamente lucrativas para su propietario: al haber automatizado el poder de Alexa para fabricar, o al menos seleccionar, nuestros deseos, les otorga una varita mágica con la que modificar nuestro comportamiento, un poder con el que todo profesional del marketing ha soñado desde tiempos inmemoriales. Esta es la esencia del capital de control algorítmico basado en la nube.
Yanis Varofaukis, Tecno-Feudalismo

El poder, ahora capitalista y de grandes corporaciones, no se conforma en el reparto de lo sensible, en su control y su moldeo, sino también ha sumado a este campo a su máquina productivista y por tanto generador de ganancias. Ya no es sólo control y sumisión es poner a trabajar horas extra a nuestro cuerpo en especial a nuestra parte sensible primaria.

En esta explotación y productividad sensible sobresale lo parte visual y la táctil. Uno puede vivir en el mundo digital sin sonido, pero no sin imágenes “tocables”. La interfase gráfica de usuario que es la que ha permitido expandir el espacio informático de los especialistas computacionales al público en general.

Del MSDOS, UNIX a la interfase gráfica de Xerox. que Apple copiará. a la de Microsoft que copiará (burdamente) a la de Apple. De ahí proviene la expansión de las computadoras a los escritorios y a la portabilidad (obviamente con sus paralelos avances en el hardware y la conectividad). Pero el salto que define nuestra época es el salto de teléfonos normales a los “inteligentes”.

Sin embargo, esto no habría sido tan exitoso y veloz si no fuera por el traslado de la interfase gráfica de las computadoras al mini espacio de pantalla del celular. Si bien esto lo logra tanto Google-Android como Apple, la interfase de esta última conjuntada con su conectividad no solo a la red celular, sino a las redes de Wi-Fi logran dar el salto a la masificación de este nuevo aparato y del cual parece depender nuestra vida cotidiana y laboral (igual en paralelo con avances en la miniaturización del hardware).

Pero esta dependencia tecnológica es una irrupción profunda en nuestra corporalidad, inconsciente incluido. Un nuevo mundo visual nació y con él nació una nueva estética. Esta nueva estética no está en manos de artistas trabajando para el poderoso en turno, sino los poderosos en turno diseñando la nueva sensibilidad tecnológica cuyo último fin es comprar, educar ideológicamente y ahora producir para el sistema. ¿Qué producimos? Producimos imágenes y textos que dan “contenido” a servicios “gratuitos”.

Imágenes-sistema que reproducen los modelos de subjetividad y sociedad fragmentada capitalista, producen la “nueva discusión política” igualmente fragmentada, dispersa y sin capacidad de producir acciones sociales.

La nueva política es producida por los sujetos fragmentados pero mediada, filtrada y distribuida por los dueños de la tecnología digital. ¿Quiénes ganan hoy las elecciones? Los que entienden y dominan la fuerza manipuladora de la tecnología digital mundial. Y para ello hay que pagar mucho dinero a unas pocas empresas para lograrlo. Meta, X, Google no hacen la política solo la administran (hay aquí ecos de Adorno que pensaba en la administración de la cultura).

Las grandes ganancias van hacia estas empresas y todas las demás usan ese “espacio”, o como dice Yanis Varoufakis “rentan ese espacio”. Estamos en lo que este pensador llama “tecno-feudalismo” un sistema rentista y lo que “renta” es el espacio digital: de espacio para publicar, para vender. Renta de servicios “ubicados” en el espacio informático ya sea para guardar archivos, hacer un resumen en ChatGPT, aumentar la productividad de una empresa o comprar archivos-monedas.

Todo esto posible gracias al conocimiento acumulado multidisciplinario y en buena medida proveniente del campo del arte que les ha permitido encontrar los mecanismos pavlovianos para atarnos al aparato-pantalla, al desfile interminable de imágenes-sonidos y un rítmico desplazamiento táctil. Nuestros sentidos apresados por la tecnología de diseño empresarial, de diseño ideológico, de diseño político, de diseño dictatorial, tiránico, opresor, fascista. Pero, gran paradoja, sin la coerción clásica del poder, sin un gran hermano. Solo hay la seducción de un enorme mundo simulado, pero inmediatamente accesible y con micro recompensas.

Esta nueva estética, por lo tanto, es racional, funcional. No abre mundos presenta sólo uno con apariencia de diversidad. No eleva el pensamiento, sino que nos hunde en la repetición, producción y el consumo sin pausa. No posibilita sujetos libres y creativos, sino esclavos que buscan guías y seguridades en las mercancías o guías en los genios individualistas y luchadores del capitalismo.

Una estética que fragmenta y no une. Recordemos que el poder antes detentado por la cúpula religiosa se trasladó en la modernidad al estado-nación y ahora ha pasado a manos de las corporaciones capitalistas globales.

En cada época ese poder se sustentó en un dominio simbólico que se basa en lo estético, en afectar-dominar-moldear nuestra sensibilidad. De dioses a banderas nacionales a las marcas, la nueva moral no está en preceptos religiosos o en las leyes, está en “Just do it”, “Keep walking”, “Think Different”, “Think Big”, “Impossible is Nothing”. Los nuevos imperativos morales surgidos ahora de los comerciantes.

Por ello el inicio de la nueva lucha política pasa por apagar aparatos, por recuperar nuestra capacidad de usarlos y no de ser usados por ellos, por estar en el presente no como un escenario fotográfico sino como espacio de experiencia y comunidad.

¿El fin de la globalización o una nueva guerra fría?

El año 2025 ha sido especialmente intenso en materia económica y política internacional. Entre los principales protagonistas figuran el nuevo presidente de Estados Unidos, China, Ucrania, Israel, Irán, Rusia y, por supuesto, el sistema financiero global.

Una lección que este año ha dejado clara —aunque ya lo intuíamos— es la profunda dependencia de la economía mundial respecto a las decisiones de política económica de Estados Unidos. Esto incluye, en particular, su política monetaria, que afecta directamente la inflación y el crecimiento tanto de su propia economía como de la global.

(Tip: tasas altas implican menor crecimiento y menor inflación; tasas bajas estimulan el crecimiento, pero presionan al alza los precios).

Este nuevo panorama comenzó con la intensificación de la guerra comercial con China y, ahora, prácticamente con todos los países del mundo. Esta ofensiva amenaza con modificar los niveles de inflación en EE. UU., alterar flujos comerciales y desarticular las complejas cadenas globales de producción.

Las amenazas de nuevos aranceles —que van y vienen— han provocado inestabilidad económica global, afectando sectores profundamente integrados, como la industria automotriz. Esta estrategia ha puesto en entredicho las que parecían reglas estables del sistema económico global liderado por Estados Unidos.

Pero detrás de esta aparente irracionalidad hay un problema estructural: la gigantesca deuda pública de EE. UU., que depende del financiamiento a través de bonos. De ahí la insistente —casi desesperada— presión de Trump sobre la Reserva Federal para que baje las tasas de interés, en un intento por aliviar la carga financiera del gobierno.

Este conflicto ha desatado una batalla interna entre las grandes corporaciones financieras y las políticas nacionalistas que buscan frenar una globalización que ha empobrecido a la clase media blanca estadounidense. Y es ahí donde se libra la verdadera disputa.

Mantener tasas altas es una forma de advertencia: los inversionistas no comprarán deuda si no se estabiliza la política económica, hoy marcada por aranceles y proteccionismo. Las estrategias en juego —reducir el déficit comercial, abaratar el financiamiento e incluso inducir una recesión— buscan contener el creciente déficit fiscal.
Pero no es lo mismo imponer condiciones políticas y comerciales a un país como México que negociar con Wall Street o con las propias empresas estadounidenses. La economía de EE. UU. está profundamente entrelazada con el mundo, producto de los principios fundacionales del capitalismo: eficiencia y reducción de costos.

Esto se logra ya sea mediante tecnología, bajos salarios o relocalización (off-shoring) en zonas con menos regulación o mejor infraestructura logística. Obligar al regreso de las fábricas a suelo estadounidense implicaría transformar el capitalismo en una especie de economía planificada.

Más cercana al socialismo de Estado. Pedirle a un capitalista que renuncie a la eficiencia es como pedirle a un tiburón que se vuelva vegetariano: simplemente no va a ocurrir. Como decía el pensador Mark Fisher, si el capitalismo colapsa, será por una crisis ecológica… o por la locura desatada de una nueva guerra entre potencias.

Y mientras tanto, el panorama global se complica aún más: tensiones entre EE. UU. y Europa, con Ucrania y la OTAN como telón de fondo; una guerra económica e ideológica con China y su creciente poder; el conflicto persistente con Rusia.

El genocidio en Gaza, bombardeos en Líbano y Siria por parte de Israel con apoyo incondicional occidental; y ahora un nuevo foco de tensión con Irán. A esto se suma el impacto incierto de la inteligencia artificial: mayor productividad, sí, pero también despidos masivos y desempleo estructural.

En resumen, los recientes giros políticos y económicos en EE. UU. no han traído estabilidad global, ni beneficios tangibles para su propia población. El escenario es tan incierto que resulta imposible anticipar cómo se resolverá.

Entre los escenarios más preocupantes están una crisis de deuda del gobierno estadounidense, el estallido de la burbuja financiera internacional —con mercados claramente sobrevalorados— y sus inevitables consecuencias sociales. En fin, una guerra fría en el corazón del capitalismo: un monstruo que se congela a sí mismo.

La estética del consumo y el consumo de lo estético

Desde hace mucho sabemos que no hay poder sin su revestimiento estético, incluso en la guerra: uniformes, banderas, máquinas de guerra (aquellas que tanto le gustaba diseñar a Leonardo da Vinci). Sin embargo, a lo largo del siglo XX, hemos presenciado un claro desplazamiento de la estética del poder, antaño ligada a la identidad y la nación (de las cuales los estados eran máximos representantes y depositarios), hacia una estética de la mercancía, del consumo.

Y para ello ya no necesitamos Miguel Ángeles o Caravaggios que esteticen el poder; ahora necesitamos marketing, diseñadores, medios masivos de comunicación y programadores de redes sociales. Este desplazamiento redefine no solo cómo consumimos, sino también cómo percibimos el poder y la realidad misma. Esta nueva estética no es una mera extensión de la antigua estética del poder; por el contrario, está intrínsecamente ligada a la técnica y, más aún, a la fragmentación y el cálculo.

Pero, ¿por qué el capitalismo requiere esta nueva forma estética? Porque, a diferencia de la vieja estética —arraigada en lo único, la tradición y lo que perdura—, el núcleo del capitalismo es lo efímero transformado en un flujo interminable, una estética de la banda sin fin propia del sistema fordista de producción en masa. Hoy, no solo autos o planchas desfilan en esa banda sin fin; también lo hacen imágenes, textos cortos y audios mínimos.

Sin embargo, a diferencia de la vieja repetición capitalista, la nueva tecnología informática posibilita la producción en masa y sin repetición de mercancías estéticas. En la fila no hay dos cosas idénticas, sino el último reducto de la novedad: la fragmentación. La imagen o el audio que hace cola en el flujo digital es diferente al anterior. Y con cada fragmento diariamente recibimos minúsculas inyecciones de novedad, adrenalina, terror, miedo, amor, gatos, playas paradisíacas, lugares exóticos, odios y desastres de todo tipo.

La estética, convertida en mercancía, se consume de igual manera que un helado o un celular. Pero esta estética, como bien lo advirtieron los pensadores de la Escuela de Frankfurt, Benjamin y Adorno-Horkheimer, al mismo tiempo que nos seduce, nos adiestra pulsional y socialmente a la parte física del consumo y a su correspondiente correlato laboral: el sacrificio de horas de trabajo para pagar los imparables flujos de mercancías físicas e intangibles.

En ese salto estético, perdimos conexión con lo singular que es una experiencia sensible y corporal con los otros; perdimos la capacidad de crear comunidades estéticas y, por tanto, de pensamiento. La sociedad está alienada de sí misma, nos dicen Adorno y Horkheimer, vertida en la seducción del flujo que produce nuestra tecnología. ¿Y el arte? Pues después de un siglo de estrategias estéticas para despertar a los sujetos y hacerlos sentir la necesidad de hacer política, se encuentra perdido y atrapado en el mundo del mercado del arte (galerías, museos, ferias) y en las instituciones estatales.

Los cuales son espacios regulados y literalmente marginales dentro del campo cultural. El poder estético que despliegan las viejas estéticas ideológicas como el cine y la televisión son ahora solo una parte del inmenso repertorio estético del poder del dato y la tecnología digital, cuyo fin es avasallar estéticamente a los sujetos, convirtiéndolos en sujetos homogéneos globales a quienes pronto, por cierto, también les quitará su trabajo.

La grieta de la esperanza
Pero no todo está perdido, pues el arte y las expresiones críticas pueden infiltrar lo que Bernard Stiegler denomina “miseria simbólica”, generando nuevos símbolos complejos y dinámicos que posibiliten salir del aislamiento, que creen una estética netamente política que empodere a los sujetos. Son obras que entienden que estamos en medio de una guerra simbólica y que la estética no es algo que producen los artistas a través de sus obras, sino que es parte insustituible de nuestro ser, de nuestro cuerpo y de la sociedad.

Un ejemplo contemporáneo en el campo del arte es la obra de Doris Salcedo, Shibboleth, con la cual abrió literalmente una grieta en el símbolo del arte contemporáneo imperial londinense. Una grieta falsa, y por ello simbólica, que busca representar la separación entre los civilizados y los “otros”, entre los que van adelante y los atrasados.

Esta grieta distingue y marginaliza todo lo que la cultura eurocéntrica ha considerado semi-humano, todo lo que dentro de la cultura occidental es considerado no-igual, no-homogéneo: desde cuerpos hasta género, razas e ideas. Hoy su obra fue tapada, pero no totalmente invisibilizada; una huella, una cicatriz simbólica ha quedado, algo que no puede ser borrado y, por tanto, puede ser comunicado como posibilidad de cambio de conciencia. Ese es el poder liberador del arte.

Un mundo fracturado y la alternativa de una vida sencilla de Win Wenders

En el transcurso del siglo XIX aparecen las tecnologías de gramatización de la percepción audio-visual y, a partir de ello, serán los flujos de los órganos de los sentidos los que se encuentren discretizados. En lo sucesivo, todas las funciones noéticas, psicomotrices y estéticas se verán transformadas por el proceso de gramatización.

Bernard Stiegler, Para una nueva crítica de la economía política.

La obsesión humana, y tal vez llevada al extremo por la llamada cultura occidental (cultura europea), es la de fijar al mundo que inevitablemente percibimos como lleno de cambios y transformaciones. Esto lo hemos buscado ya sea tomándole la “foto” en la pintura, escultura y obviamente la foto, pero sobre todo a través del texto y las palabras. Pero la paradoja es que tanto en su forma hablada-sonora como en la escrita-sígnica “captar” el mundo implica también meterla en un flujo. La imagen congela y, por tanto, busca el no-tiempo, la simultaneidad perceptiva, captar una totalidad por medio de un fragmento.

El lenguaje escrito y hablado, en cambio, no puede congelar el mundo fuera del tiempo, sino que lo fija fragmentándolo en el tiempo. El mundo fijo-fragmentado fluyendo en las palabras a través del tiempo. Pero ¿qué es lo que queremos captar como conocimiento, como la verdad del mundo, qué es esa cosa fija que deseamos encontrar sin descanso? Es una esencia, un primer movimiento, una causa primera que nos permita controlar el futuro, un instante esencial que explique y defina a todos los seres, incluso a nuestro “yo” y al mismísimo tiempo. Este fantasma lo buscamos en el arte, en la perfecta organización social, en la ciencia por medio de las ecuaciones que expliquen a las fuerzas, la materia y el universo. Sin embargo, el mundo se nos continúa escapando de nuestros sistemas de representación.

Esta estructura fundacional de nuestra manera de conocer el mundo y a nosotros mismos ha marcado nuestra experiencia del mundo y de ahí se ha derivado otra obsesión human, su tecnología que como bien nos lo visualiza Kubrick empieza con nuestras herramientas que pueden servir para muchas cosas positivas o convertirse en armas. El desarrollo tecnológico, en manos de unas nuevas clases gobernantes surgidas bajo este diseño cultural, ha buscado aumentar sin cesar la productividad y la eficiencia, desde más textiles hasta más ciclos de cálculo por segundo de nuestros CPU y GPU.

Y como cultura derivada del texto y de su correlato tecnológico, seguimos queriendo atrapar la realidad fragmentándola. Nuestra última versión es las redes sociales y las inteligencias artificiales, ambas reconstruyendo-destruyendo nuestras subjetividades y a nuestras sociedades. Flujos inconexos de imágenes y textos inundan nuestras horas de “ocio” y a través de flujos humanizados de información producida por cálculos llamados inteligencia artificial nos eliminan rápidamente nuestra capacidad de pensar críticamente.

Por ello la película de Win Wenders Días perfectos de 2023 es realmente extraordinaria, pues nos sugiere recuperar nuestro mundo y nuestro ser a través del viejo dicho de “menos es más” atribuido al arquitecto Mies van der Rohe, pero es rastreable en la tradición budista y taoísta o en el filósofo griego Séneca que decía “No es el hombre que tiene poco, sino el que desea más, el que es pobre”. Este director no solo propone escapar al consumismo y a la presión social que ello implica, sino que es una vía personal y política de darle sentido a nuestra vida. El sentido (que el capitalismo da a meses con intereses y con fecha de caducidad) está en recuperar nuestra sensibilidad al volver a ver el mundo cotidiano, a la naturaleza que se esconde en la ciudad, en la realización minuciosa de un trabajo simple, en darnos tiempo para sentir y pensar. No es una película en la que veríamos al león nietzscheano diciendo ¡no!! y enojándose contra todo. Es una película sobre el filósofo-artista-niño que construye su propio sentido a través de la risa y el canto, que produce un optimismo absolutamente infundado y por ello tan vital. La vida-naturaleza, dice Chico Buarque, no tiene sentido ni nuca tendrá: hay que construirlo a pesar de todo. Y ese sentido nos puede recuperar la unidad dionisiaca de nuestro ser y el mundo.