Lunes por la mañana, me levanto sin pereza ni entusiasmo; muy a lo lunes-en-la mañana. De una a la rutina: cama, café, gatas, meditación, música.
Me presento, soy el modelo perfecto de la infancia progre mexicana de finales de los noventa y principios de los dos mil; el producto de un contexto y una era que intentó criar ciudadanos éticos, ecológicos y empáticos a punta de prólogos del Fondo de Cultura Económica, cursos de verano de arte, talleres sobre “valores universales” y Once Niños, sobre todo había mucho Once Niños.
Nuestra infancia olía a papel reciclado, regletas y moral civilizada. En lugar de religión, tuvimos ética; en lugar de dogma, tuvimos conciencia social. Nos dijeron que la lectura salvaba, que el arte cambiaba al mundo y que lo público era aún una causa noble; entre presentaciones de PowerPoint sobre tolerancia en nuestras pequeñas escuelas y programas de televisión como Bizbirije, Cuentos de la calle Broca y 31 minutos, jugábamos a ser los adultos que apenas podemos fingir ser hoy.
Crecimos y estudiamos carreras humanísticas que no sirven para nada, a mucha honra de nuestros padres. Entramos en el mercado laboral con títulos creativos y académicos sólo para descubrir que el mundo no nos necesita; necesita personas multitask que hagan reels, o personas que te digan cuándo invertir en NFT de manera segura, o nunca falta el buen “tú que eres artista, rifate unos animalitos para el cuarto del nuevo bebé”.
Entre becas mal pagadas y trabajos por amor al arte, el sueño adulto se fue nublando de un peculiar escepticismo, de una primera nostalgia que se volvió una melancolía estética. Algunos, se refugiaron en el activismo; otros, en la ansiedad. Yo, –como muchos- intento huir de la última con ironía, porque tal vez es la ironía la única fidelidad que queda, para la última infancia que creyó en el bien común.
Lo paradójico de nuestra adultez es que aprendimos a nombrar la catástrofe antes de vivirla; nos dieron herramientas críticas, nos formaron en el análisis estructural, la ecología política y la teoría decolonial. Somos capaces de entender el problema, desmenuzarlo, citarlo y hasta hacer un Podcast sobre él. Y, ante la ruina -económica, política, sensible, emocional-, solo atinamos a sonreír con una mueca lúcida: sabíamos que esto iba a pasar, y aquí estamos.
Lunes por la mañana y mi pantalla de confianza me brinda la noticia: 31 Minutos, esa serie de televisión y banda musical chilena estrenada en el 2003, protagonista en la sensibilidad progre que nos vio crecer, colaboró con Tiny Desk Concerts, reconocida serie de conciertos, organizados por el programa de radio All Things Considered de NPR Music, que se ha posicionado como una especie de “Post-MTV Unplugged”, en el que artistas destacados de la escena musical realizan un breve concierto en “una pequeña oficina”.
Hay algo de entrañable en ver a los mismos títeres que nos enseñaron ética desde lo absurdo -cantando con voz temblorosa sobre la ternura y el fin del mundo-, en los espacios consagrados del arte. Hay algo profundamente bello y trágico en esto; somos una generación que puede teorizar y consagrar su propia derrota, mientras baila con Tulio Triviño.
¿Qué se hace con una infancia que nos enseñó a cuestiónalo todo, pero no a tolerar el desencanto?, ¿Qué clase de adultez puede brotar de un humor que fue, desde el principio, un gesto de defensa?, ¿Es posible que estos títeres sean nuestros primeros filósofos, y los primeros en hacernos ver que pensar también duele?
Al ser yo el modelo perfecto del proyecto de mi época y contexto particular, no puedo hacer otra cosa que citar a un filósofo -uno Progre, evidentemente-:
Walter Benjamin arroja una luz propositiva sobre esta infancia particular que se volvió adultez liminal; En su texto infancia en Berlín hacia 1900, el autor nos suelta:
“Nada de lo que fue, alguna vez se pierde por completo; el niño se detiene ante la ruina con un asombro que contiene su propio tiempo” (Benjamin, 1982, p. 124).
El asombro infantil no es puesto aquí como una inocencia ingenua, sino como capacidad de leer la historia desde los fragmentos que en ella sobreviven; el niño no estructura el mundo desde la linealidad épica del discurso histórico, y en esta desobediencia natural entiende la importancia narrativa del fragmento, y a ver la ruina con asombro.
Es aquí donde nuestra generación se encuentra con su primera gran ironía filosófica: crecimos rodeados de enseñanzas éticas, pedagogías liberadoras y mensajes de conciencia social amplios. Estos no solo desatendieron la necesidad infantil del fragmento, también la necesidad infantil de la realidad compartida; la famosa “burbuja”. Lo que quedó fue una mirada, tan crítica como asombrada, ante la ruina del mundo.
Gracias a programas como 31 Minutos, fuimos educados por títeres que creían en la democracia, mientras crecíamos en democracias que actuaban como títeres. Bajo cada canción dormía la ruina de un proyecto pedagógico ilustrado, y el fracaso luminoso del ideal progresista de una crianza distinta.
Pero algo cocinaban las buenas intenciones, además de aparente fracaso, en este laboratorio de escuelas activas e ideologías de emancipación; los títeres que nos enseñaban valores no nos salvaron, nos dieron herramientas para reconocer el desastre y, aún más importante, para reírnos de él.
Nuestra infancia floreció y se marchitó en un mismo escenario; en una educación cargada de contenido crítico, pero desprovista de experiencia para enraizarlo. Como adultos, cargamos con la conciencia del colapso; hemos visto los proyectos más nobles desaparecer bajo el peso de la realidad y a el mundo cambiar para peor, por lo menos para personas como nosotros.
Y así como la ruina de los grandes discursos es lo primero que nos abrazó en el espacio sagrado de la infancia, ahora abrazamos el proyecto fallido que somos con el mismo humor con el que se nos presentó.
La ironía política e infantil de 31 minutos -que se hace presente maravillosamente en el Tiny Desk que acabo de escuchar-, radica en el tipo de humor que encarna: Nos regresa al paradigma del conflicto del infante, pero ya no nos enseña nada; nos recuerda que alguna vez pensamos que podíamos aprenderlo todo, y en esa ternura del imposible, comenzamos a bailar y cantar por la sala las melodías que condensan la esperanza muerta que nos vio nacer como proyecto.
Es el gozo, o la decisión sobre el gozo, el único gesto posible ante la caída de todas las promesas; lo que surge en el instante en el que algo roto vuelve a brillar. No hay redención, sino parodia: reír por costumbre; cantar canciones, tan absurdas como inteligentes, porque el silencio sería peor.
Reposicionar el humor infantil como estandarte dentro de lo adulto poco tiene de resistencia o celebración; es la forma que hemos encontrado de no rendirnos sin tener que creer en nada excepto en lo propio; la esperanza degradada que se vuelve perseverancia del deseo. Nos llaman cínicos, y tal vez tengan razón.
Slavoj Žižek, en un tono opuesto al característico optimismo benjaminiano, y aportando un tono más irónico, nos dice:
“Sabemos muy bien lo que hacemos, pero aun así lo hacemos” (Žižek, 1989, p. 33).
Esta frase central de El sublime objeto de la ideología (1989), bien podría ser el lema de la adultez post-infancia-progre; Para el autor, el gozo no es simplemente placer, sino un exceso capaz de atravesar al sujeto, aun cuando la ilusión se ha desmoronado.
Sabemos muy bien que las premisas que se nos brindaron como básicas, -justicia, mundo ético, educación transformadora, amor a la creación-, no espejean en el mundo real con la misma obviedad con la que se nos fueron dadas. y, aun así, algunos de nosotros seguimos buscando momentos de intensidad que nos conecten con una infancia que, a final de cuentas, priorizó con ternura nuestro juego y nuestra risa.
Cuando los personajes de 31 Minutos hablan sobre desastres, noticias absurdas o la incompetencia del mundo adulto, nuestra risa no viene de la inocencia, sino de haber aprendido a reconocer la catástrofe y permitirnos gozarla. El humor aquí es conciencia de que todo está roto, y aun así seguir bailando, cantando y prestando atención.
Žižek diría que la ideología no desaparece con la ironía; sobrevive gracias a ella. Dicho de otro modo; mirar el colapso, reírse de él y emocionarse con un títere que canta es un acto consciente y, paradójicamente, liberador. La risa se convierte entonces en un acto de resistencia poética; no salva al mundo, pero mantiene viva la chispa de nuestra mirada analítica y juguetona. En este gesto, sostenemos nuestra humanidad y nuestra infancia crítica intacta.
Quizás después de todo, y siendo ya lunes en la tarde, el legado de nuestra infancia progre no era cambiar al mundo, sino aprender a mirarlo con una mezcla propia entre lucidez y ternura. Tal vez no somos el experimento fallido de una educación progresista, sino su consecuencia natural; adultos que aprendieron demasiado pronto que la lucidez, cuando no ilumina, quema.
Escuchando el Tiny Desk de 31 Minutos recuerdo notar que la voz de Tulio Triviño está un poco gastada, como la nuestra; desafinados, autoconscientes, moviéndonos entre la burla y el afecto, jugando a que existe aún un sentido.
Tal vez todo esto –la crítica, la ternura, los títeres y la ironía- no eran una promesa, sino un ensayo general para el vacío; aprendimos a dudar con método, a reír con conciencia y a fallar con estilo. En el fondo, defiendo esa especie de belleza: abrazar la inteligencia melancólica que sabe encontrar sentido en los escombros. Y así seguimos: adultos lúcidos que agradecen, un lunes por la mañana, que el títere cantante todavía provoque una sonrisa, aunque sepamos que no hay nada que esperar después de ella.