mié. Dic 31st, 2025

¿Podrá el sector construcción repuntar en 2026?

La construcción mexicana llega al cierre de 2025 con uno de sus golpes más duros en una década. La caída simultánea de obra pública, megaproyectos concluidos y altos costos de insumos debilitó un sector que funciona como motor transversal de la economía. Las cifras del segundo semestre muestran un deterioro acelerado: desplomes superiores al 19% en producción y retrocesos laborales marcados, mientras regiones dependientes del gasto federal enfrentan contracciones históricas.

El ajuste más severo proviene de la obra pública. Estados como Quintana Roo, Tabasco o Campeche muestran retrocesos de dos dígitos tras la conclusión del Tren Maya y Dos Bocas. En contraste, entidades con dinamismo industrial o metropolitano registran avances notables, resaltando Ciudad de México, Tlaxcala y zonas del norte y Bajío. Esta polarización evidencia que la crisis no es homogénea y que la inversión privada, aunque debilitada, muestra mayor resiliencia que la federal.

El nearshoring aparece como la apuesta estratégica para 2026. Proyecciones apuntan a un crecimiento cercano al 25% en construcción industrial, impulsado por la relocalización manufacturera y una Inversión Extranjera Directa histórica. Estados como Nuevo León, San Luis Potosí y Guanajuato concentran nuevas plantas automotrices y desarrollos logísticos. Sin embargo, advertencias de especialistas subrayan riesgos persistentes: altos costos derivados de aranceles, tasas todavía restrictivas, y déficits estructurales en energía y mano de obra calificada.

El presupuesto federal propone un repunte de inversión pública y un ambicioso programa de vivienda para fortalecer el piso del sector. Aun así, la recuperación dependerá de la capacidad de mitigar incertidumbres externas, atender cuellos de infraestructura y estabilizar costos. Si la construcción no recupera tracción pronto, difícilmente la economía mexicana podrá sostener un crecimiento robusto en 2026.

El descontento juvenil y sus verdaderas causas

El creciente debate sobre la generación Z mexicana ha revelado un panorama menos explosivo de lo que suelen sugerir ciertos discursos políticos. Aunque se anticipan movilizaciones juveniles, la evidencia muestra que gran parte del descontento atribuido a este grupo ha sido amplificado por actores partidistas. Datos recientes sugieren que los jóvenes, lejos de encabezar una rebelión, mantienen niveles moderados de inconformidad institucional.

Las encuestas regionales permiten dimensionar mejor este fenómeno. México se ubica entre los países donde la juventud reporta menor desconfianza hacia el Gobierno federal, una tendencia que contrasta con los niveles históricos registrados apenas hace unos años. Esta variación coincide con una mayor cercanía ideológica entre jóvenes y oficialismo, así como con una valoración relativamente positiva de instituciones clave como el Congreso, el poder judicial y el instituto electoral.

A pesar de ello, la generación Z no es ajena a los desafíos del país. La inseguridad aparece como una preocupación persistente, aunque no constituye su principal motor de movilización. Para muchos jóvenes, la prioridad se ubica en la economía cotidiana: salarios bajos, empleos inestables y dificultades crecientes para acceder a vivienda o construir proyectos de vida sostenibles en un entorno cada vez más restrictivo.

Este contexto sugiere que las narrativas sobre crimen tienen alcance entre menores de 28 años. Movilizarlos requiere entender sus preocupaciones centradas en bienestar, acceso a oportunidades y estabilidad. La generación Z no demanda castigos ejemplares, sino condiciones que permitan planear futuro. Atender esa agenda será determinante para cualquier proyecto político que aspire a representarlos.

La retórica intervencionista de Marco Rubio

La figura pública de Marco Rubio funciona como engranaje discursivo de una estrategia más amplia: traducir el intervencionismo estadounidense en un lenguaje que parezca sentido común. Su narrativa, construida sobre advertencias veladas y señalamientos moralizantes, busca fijar un marco donde la sanción, la presión diplomática y la amenaza militar se justifiquen como actos de “responsabilidad”. Más que argumentar, su retórica pretende disciplinar, instalando la idea de que ciertos gobiernos latinoamericanos deben ser corregidos.

Este dispositivo opera mediante la fabricación constante de enemigos. Cada declaración suya convierte a un país, líder o movimiento social en amenaza inminente. Esa absolutización del otro, propia de la propaganda clásica, habilita la legitimidad de medidas punitivas presentadas como necesarias para preservar el orden. El mensaje es nítido: Estados Unidos interviene porque “no tiene opción”. Rubio encarna la vocalización de esa coartada imperial que exige obediencia bajo la apariencia de preocupación democrática.

Su eficacia radica en producir un clima perceptivo específico: incertidumbre, miedo administrado y sensación de vigilancia continua. La pedagogía del castigo no se expresa solamente en sanciones concretas, sino en la instalación simbólica de que cualquier desobediencia puede ser castigada. El personaje funciona así como figura teatral del poder, un intérprete que dramatiza la idea de un imperio paciente, pero dispuesto a actuar si sus advertencias no son atendidas.

Desmontar esta retórica implica observar la maquinaria que la sostiene. Rubio no es la causa, sino el síntoma de una estructura que necesita voceros capaces de traducir violencia en moralidad. Sus intervenciones no deben leerse como excentricidades individuales, sino como parte de una gramática imperial que busca naturalizar la injerencia y despolitizar el castigo. Comprender esa lógica es fundamental para discutir, desde América Latina, los límites y riesgos de un orden que intenta imponerse bajo el disfraz de advertencia responsable.

Tulio Triviño nos vio crecer y colapsar: Títeres, ruinas y otras formas de lucidez.

Lunes por la mañana, me levanto sin pereza ni entusiasmo; muy a lo lunes-en-la mañana. De una a la rutina: cama, café, gatas, meditación, música.

Me presento, soy el modelo perfecto de la infancia progre mexicana de finales de los noventa y principios de los dos mil; el producto de un contexto y una era que intentó criar ciudadanos éticos, ecológicos y empáticos a punta de prólogos del Fondo de Cultura Económica, cursos de verano de arte, talleres sobre “valores universales” y Once Niños, sobre todo había mucho Once Niños.

Nuestra infancia olía a papel reciclado, regletas y moral civilizada. En lugar de religión, tuvimos ética; en lugar de dogma, tuvimos conciencia social. Nos dijeron que la lectura salvaba, que el arte cambiaba al mundo y que lo público era aún una causa noble; entre presentaciones de PowerPoint sobre tolerancia en nuestras pequeñas escuelas y programas de televisión como Bizbirije, Cuentos de la calle Broca y 31 minutos, jugábamos a ser los adultos que apenas podemos fingir ser hoy.

Crecimos y estudiamos carreras humanísticas que no sirven para nada, a mucha honra de nuestros padres. Entramos en el mercado laboral con títulos creativos y académicos sólo para descubrir que el mundo no nos necesita; necesita personas multitask que hagan reels, o personas que te digan cuándo invertir en NFT de manera segura, o nunca falta el buen “tú que eres artista, rifate unos animalitos para el cuarto del nuevo bebé”.

Entre becas mal pagadas y trabajos por amor al arte, el sueño adulto se fue nublando de un peculiar escepticismo, de una primera nostalgia que se volvió una melancolía estética. Algunos, se refugiaron en el activismo; otros, en la ansiedad. Yo, –como muchos- intento huir de la última con ironía, porque tal vez es la ironía la única fidelidad que queda, para la última infancia que creyó en el bien común.

Lo paradójico de nuestra adultez es que aprendimos a nombrar la catástrofe antes de vivirla; nos dieron herramientas críticas, nos formaron en el análisis estructural, la ecología política y la teoría decolonial. Somos capaces de entender el problema, desmenuzarlo, citarlo y hasta hacer un Podcast sobre él. Y, ante la ruina -económica, política, sensible, emocional-, solo atinamos a sonreír con una mueca lúcida: sabíamos que esto iba a pasar, y aquí estamos.

Lunes por la mañana y mi pantalla de confianza me brinda la noticia: 31 Minutos, esa serie de televisión y banda musical chilena estrenada en el 2003, protagonista en la sensibilidad progre que nos vio crecer, colaboró con Tiny Desk Concerts, reconocida serie de conciertos, organizados por el programa de radio All Things Considered de NPR Music, que se ha posicionado como una especie de “Post-MTV Unplugged”, en el que artistas destacados de la escena musical realizan un breve concierto en “una pequeña oficina”.

Hay algo de entrañable en ver a los mismos títeres que nos enseñaron ética desde lo absurdo -cantando con voz temblorosa sobre la ternura y el fin del mundo-, en los espacios consagrados del arte. Hay algo profundamente bello y trágico en esto; somos una generación que puede teorizar y consagrar su propia derrota, mientras baila con Tulio Triviño.

¿Qué se hace con una infancia que nos enseñó a cuestiónalo todo, pero no a tolerar el desencanto?, ¿Qué clase de adultez puede brotar de un humor que fue, desde el principio, un gesto de defensa?, ¿Es posible que estos títeres sean nuestros primeros filósofos, y los primeros en hacernos ver que pensar también duele?

Al ser yo el modelo perfecto del proyecto de mi época y contexto particular, no puedo hacer otra cosa que citar a un filósofo -uno Progre, evidentemente-:

Walter Benjamin arroja una luz propositiva sobre esta infancia particular que se volvió adultez liminal; En su texto infancia en Berlín hacia 1900, el autor nos suelta:

“Nada de lo que fue, alguna vez se pierde por completo; el niño se detiene ante la ruina con un asombro que contiene su propio tiempo” (Benjamin, 1982, p. 124).

El asombro infantil no es puesto aquí como una inocencia ingenua, sino como capacidad de leer la historia desde los fragmentos que en ella sobreviven; el niño no estructura el mundo desde la linealidad épica del discurso histórico, y en esta desobediencia natural entiende la importancia narrativa del fragmento, y a ver la ruina con asombro.

Es aquí donde nuestra generación se encuentra con su primera gran ironía filosófica: crecimos rodeados de enseñanzas éticas, pedagogías liberadoras y mensajes de conciencia social amplios. Estos no solo desatendieron la necesidad infantil del fragmento, también la necesidad infantil de la realidad compartida; la famosa “burbuja”. Lo que quedó fue una mirada, tan crítica como asombrada, ante la ruina del mundo.

Gracias a programas como 31 Minutos, fuimos educados por títeres que creían en la democracia, mientras crecíamos en democracias que actuaban como títeres. Bajo cada canción dormía la ruina de un proyecto pedagógico ilustrado, y el fracaso luminoso del ideal progresista de una crianza distinta.

Pero algo cocinaban las buenas intenciones, además de aparente fracaso, en este laboratorio de escuelas activas e ideologías de emancipación; los títeres que nos enseñaban valores no nos salvaron, nos dieron herramientas para reconocer el desastre y, aún más importante, para reírnos de él.

Nuestra infancia floreció y se marchitó en un mismo escenario; en una educación cargada de contenido crítico, pero desprovista de experiencia para enraizarlo. Como adultos, cargamos con la conciencia del colapso; hemos visto los proyectos más nobles desaparecer bajo el peso de la realidad y a el mundo cambiar para peor, por lo menos para personas como nosotros.

Y así como la ruina de los grandes discursos es lo primero que nos abrazó en el espacio sagrado de la infancia, ahora abrazamos el proyecto fallido que somos con el mismo humor con el que se nos presentó.

La ironía política e infantil de 31 minutos -que se hace presente maravillosamente en el Tiny Desk que acabo de escuchar-, radica en el tipo de humor que encarna: Nos regresa al paradigma del conflicto del infante, pero ya no nos enseña nada; nos recuerda que alguna vez pensamos que podíamos aprenderlo todo, y en esa ternura del imposible, comenzamos a bailar y cantar por la sala las melodías que condensan la esperanza muerta que nos vio nacer como proyecto.

Es el gozo, o la decisión sobre el gozo, el único gesto posible ante la caída de todas las promesas; lo que surge en el instante en el que algo roto vuelve a brillar. No hay redención, sino parodia: reír por costumbre; cantar canciones, tan absurdas como inteligentes, porque el silencio sería peor.

Reposicionar el humor infantil como estandarte dentro de lo adulto poco tiene de resistencia o celebración; es la forma que hemos encontrado de no rendirnos sin tener que creer en nada excepto en lo propio; la esperanza degradada que se vuelve perseverancia del deseo. Nos llaman cínicos, y tal vez tengan razón.

Slavoj Žižek, en un tono opuesto al característico optimismo benjaminiano, y aportando un tono más irónico, nos dice:

“Sabemos muy bien lo que hacemos, pero aun así lo hacemos” (Žižek, 1989, p. 33).

Esta frase central de El sublime objeto de la ideología (1989), bien podría ser el lema de la adultez post-infancia-progre; Para el autor, el gozo no es simplemente placer, sino un exceso capaz de atravesar al sujeto, aun cuando la ilusión se ha desmoronado.

Sabemos muy bien que las premisas que se nos brindaron como básicas, -justicia, mundo ético, educación transformadora, amor a la creación-, no espejean en el mundo real con la misma obviedad con la que se nos fueron dadas. y, aun así, algunos de nosotros seguimos buscando momentos de intensidad que nos conecten con una infancia que, a final de cuentas, priorizó con ternura nuestro juego y nuestra risa.

Cuando los personajes de 31 Minutos hablan sobre desastres, noticias absurdas o la incompetencia del mundo adulto, nuestra risa no viene de la inocencia, sino de haber aprendido a reconocer la catástrofe y permitirnos gozarla. El humor aquí es conciencia de que todo está roto, y aun así seguir bailando, cantando y prestando atención.

Žižek diría que la ideología no desaparece con la ironía; sobrevive gracias a ella. Dicho de otro modo; mirar el colapso, reírse de él y emocionarse con un títere que canta es un acto consciente y, paradójicamente, liberador. La risa se convierte entonces en un acto de resistencia poética; no salva al mundo, pero mantiene viva la chispa de nuestra mirada analítica y juguetona. En este gesto, sostenemos nuestra humanidad y nuestra infancia crítica intacta.

Quizás después de todo, y siendo ya lunes en la tarde, el legado de nuestra infancia progre no era cambiar al mundo, sino aprender a mirarlo con una mezcla propia entre lucidez y ternura. Tal vez no somos el experimento fallido de una educación progresista, sino su consecuencia natural; adultos que aprendieron demasiado pronto que la lucidez, cuando no ilumina, quema.

Escuchando el Tiny Desk de 31 Minutos recuerdo notar que la voz de Tulio Triviño está un poco gastada, como la nuestra; desafinados, autoconscientes, moviéndonos entre la burla y el afecto, jugando a que existe aún un sentido.

Tal vez todo esto –la crítica, la ternura, los títeres y la ironía- no eran una promesa, sino un ensayo general para el vacío; aprendimos a dudar con método, a reír con conciencia y a fallar con estilo. En el fondo, defiendo esa especie de belleza: abrazar la inteligencia melancólica que sabe encontrar sentido en los escombros. Y así seguimos: adultos lúcidos que agradecen, un lunes por la mañana, que el títere cantante todavía provoque una sonrisa, aunque sepamos que no hay nada que esperar después de ella.

Reforma al amparo cierra rutas legales a Salinas Pliego

La resolución de la Suprema Corte dejó a Ricardo Salinas Pliego sin vías efectivas para frenar el cobro de unos 50 mil millones de pesos en créditos fiscales. La reforma al amparo, diseñada para limitar estrategias dilatorias de grandes deudores, eliminó la posibilidad de impugnar actos administrativos que exigen pagos firmes y restringió el uso de recursos intermedios. Con ello, el margen legal del magnate quedó prácticamente agotado.

La nueva legislación ordena que todos los argumentos se concentren en un único amparo antes del remate de bienes, lo que implica un proceso acelerado con plazos estrictos de resolución. Especialistas consultados advierten que el empresario ya se encuentra en la fase final: Hacienda puede evaluar activos y avanzar hacia embargos si no existe pago inmediato. La prescripción del crédito, antes un recurso clásico para alargar litigios, también fue descartada por la reforma.

Aunque Salinas Pliego anunció que acudirá al sistema interamericano, expertos consideran que esta vía no detendrá la ejecución del SAT. La Corte Interamericana rara vez admite disputas fiscales y, aun en un escenario favorable, cualquier resolución tardaría años y no tendría efecto para frenar el cobro. La ley mexicana obliga a continuar el procedimiento sin atender fallos supranacionales en materia tributaria.

Con los tres poderes del Estado cerrando filas —el Ejecutivo presionando por el pago, el Congreso reformando el marco legal y el Poder Judicial resolviendo litigios pendientes—, el grupo empresarial enfrenta un riesgo patrimonial severo. A ello se suma el procedimiento en Nueva York por una deuda de 580 millones de dólares, que agrava un panorama financiero que podría redefinir el futuro del consorcio.

La manipulación política de la Generación Z

A lo largo de la historia, distintos regímenes han entendido que influir en las juventudes es una vía rápida para moldear el rumbo político. Hoy no se necesitan adoctrinamientos escolares ni grandes aparatos propagandísticos: basta con estrategias digitales afinadas, una narrativa convincente y un grupo dispuesto a apropiarse de causas legítimas para fines particulares.

En México, la irrupción del supuesto movimiento “Generación Z” ilustra bien ese fenómeno. La protesta presentada como espontánea y juvenil ha sido vinculada, según una investigación reciente del periodista Áyax, con operadores del PRI. Las piezas de propaganda, coordinadas desde cuentas afines a la derecha, hablan de jóvenes, pero rara vez incluyen a uno frente a cámara. La identidad generacional se utiliza como disfraz, no como representación real.

El homicidio del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, permitió a estos grupos capitalizar una demanda justa —el rechazo a la violencia— para empujar un mensaje político dirigido contra los gobiernos de la 4T. La estrategia es simple: tomar un reclamo legítimo, vaciarlo de contexto y usarlo como punta de lanza emocional.

Protestar forma parte del desarrollo político de cualquier juventud. Lo preocupante es cuando la inconformidad se manipula desde fuera para fabricar un movimiento que aparenta autenticidad, pero responde a intereses ajenos a quienes dice representar.

La verdadera Generación Z —la que estudia, trabaja, protesta y participa sin consignas prestadas— merece algo mejor que una identidad usurpada para hacer politiquería.

El socialismo resurge en la política de Estados Unidos

Zohran Mamdani, alcalde electo de Nueva York, se define como socialista democrático e identifica al senador Bernie Sanders como su principal influencia. Su victoria representa un giro histórico: la izquierda socialista, marginada durante décadas, ha vuelto al centro del debate político en Estados Unidos.

Mamdani forma parte de los Democratic Socialists of America (DSA), una organización que, desde los años setenta, busca influir en el Partido Demócrata. Aunque no es un partido formal, la DSA se ha convertido en la fuerza socialista más numerosa del país, con cerca de 80 000 miembros y una presencia creciente en gobiernos locales y en el Congreso.

El término “socialista”, antes usado como insulto político, hoy tiene una aceptación inédita. Según encuestas de Gallup y del Cato Institute, el 66 % de los votantes demócratas y el 62 % de los estadounidenses menores de 30 años tienen una percepción favorable del socialismo, mientras la confianza en el capitalismo disminuye.

El impulso actual proviene del legado de Sanders, quien en 2016 y 2020 combinó el discurso del movimiento altermundista y de Occupy Wall Street con la tradición socialista democrática del siglo XX. Esa ola renovó el progresismo estadounidense y abrió espacio a nuevos liderazgos locales, sindicales e inmigrantes.

Aunque la elección de Mamdani destaca por su simbolismo —un socialista al frente de la capital financiera del mundo—, no es un hecho aislado. En Estados Unidos ya gobiernan al menos ocho alcaldes con filiación socialista. Paradójicamente, lo que antes se consideraba una amenaza hoy parece revitalizar la democracia estadounidense.

La era nuclear, clave para la soberanía energética

La electrificación de las economías avanza a un ritmo imparable. Centros de datos, transporte eléctrico, aire acondicionado y calefacción impulsan una demanda creciente de energía que los sistemas actuales difícilmente pueden sostener. En ese contexto, la energía nuclear emerge como la opción más eficiente y confiable para garantizar el suministro eléctrico del futuro.

El sector energético requiere inversiones de largo plazo —superiores a 50 años— que solo el Estado puede planificar. La experiencia histórica demuestra que los países con participación pública han logrado avances tecnológicos más sólidos, y la energía nuclear es el ejemplo más claro: reactores construidos hace medio siglo siguen operando y pueden alcanzar hasta 100 años de vida útil.

El principal argumento en contra de la energía nuclear —su alto costo inicial— se debilita frente a la evidencia. En China, el costo por kilowatt instalado es de 1,670 dólares, contra los 6,700 que implica generar la misma energía con paneles solares y baterías. Además, cada dólar invertido en energía nuclear genera cuatro en la economía, frente al 1.1 de las tecnologías intermitentes, según el Fondo Monetario Internacional.

Más allá de la comparación económica, la energía nuclear ofrece independencia tecnológica, empleos especializados y seguridad energética. México cuenta con experiencia operativa y técnica para desarrollarla. Apostar por esta fuente no solo es una decisión energética, sino estratégica: implica recuperar soberanía, fomentar innovación y garantizar energía limpia y constante. El futuro eléctrico del país dependerá de reconocerlo a tiempo.

La 4T no es una cuarta transformación

En México, las grandes rupturas políticas suelen venir de dentro del poder. Morena nació del PRD, que a su vez emergió del PRI, heredero institucional de la Revolución Mexicana. Por eso, la llamada Cuarta Transformación no puede entenderse sin mirar la continuidad de ese linaje político. Más que una nueva etapa histórica, representa un efecto tardío de la tercera transformación: la Revolución.

El gobierno de López Obrador no rompió con las estructuras militares heredadas del siglo XX; al contrario, las fortaleció. El Ejército —actor central del periodo neoliberal— ha recibido más presupuesto, más funciones y más reconocimiento simbólico. La promesa de desmilitarizar la vida pública terminó por convertirse en su expansión. En México sigue vigente el mismo aparato armado de la Guerra Sucia, ahora con legitimidad renovada.

Tampoco hubo un cambio constitucional de fondo. Las reformas impulsadas desde 2018 han sido parciales y no equivalen a una nueva Carta Magna como la de 1917. La reforma indígena se diluyó en el Congreso y el tema de la tierra quedó pendiente. Aunque el gobierno redujo las concesiones mineras, no revirtió la contrarreforma agraria de los años noventa ni prohibió prácticas como el fracking.

Más que una transformación, la 4T es una actualización del viejo sistema con nuevos símbolos. Las revoluciones no se decretan: surgen desde abajo. Ningún partido puede monopolizar el impulso popular ni institucionalizar por completo las resistencias sociales. Lo que hoy vivimos, más que una cuarta transformación, es la larga resaca de la tercera.

La inversión ausente frena el crecimiento de México

México vive una anemia económica que lleva más de una década gestándose: el estancamiento de la inversión. Sin capital público ni privado suficiente, el país se ha condenado a crecer a un ritmo inferior al 2% anual. De 2012 a 2024, el PIB per cápita apenas avanzó 1% en promedio. El nearshoring dio oxígeno temporal, pero sin inversión sostenida no habrá expansión duradera ni mejoras en productividad.

El país invierte solo el 22% de su PIB, muy lejos del 25% mínimo que requiere una economía dinámica. China destina 41%, Corea del Sur 32% e India 33%. Pero el deterioro más grave está en la inversión pública: cayó de 7% del PIB en los noventa a poco más del 2% hoy. El resultado es visible: carreteras inconclusas, hospitales sin equipo, puertos saturados y una infraestructura que envejece.

Revertir la tendencia exige dos rutas complementarias: una reforma fiscal profunda y un cambio regulatorio que atraiga capital privado. La primera implica ampliar la base tributaria, cerrar exenciones y reasignar gasto hacia inversión productiva. La segunda, dar certeza jurídica: reglas estables, respeto a contratos y marcos regulatorios autónomos.

La inversión pública y privada no deben competir, sino complementarse. El nearshoring requiere energía limpia, agua suficiente, carreteras, ferrocarriles y telecomunicaciones modernas. Sin ello, las oportunidades se irán a otros países. Apostar por la inversión no es un lujo tecnocrático, sino una decisión política de futuro. Lo contrario —seguir creciendo al 2%— es aceptar el estancamiento como destino nacional.