mié. Dic 31st, 2025

2025: un año de inflexión para Morena

Morena experimentó en 2025 el mayor ajuste en su relación con el electorado desde su llegada al poder. Tras años de expansión sostenida, la identificación ciudadana con el partido pasó de la mitad de la población a 42 por ciento, una disminución abrupta que sorprendió incluso a dirigentes internos. No se trató de un desgaste gradual, sino de una caída concentrada entre julio y septiembre, periodo que marcó un punto de inflexión en la narrativa pública del movimiento.

El quiebre coincidió con la difusión del caso relacionado con un exfuncionario de seguridad de Tabasco y con una serie de episodios que abrieron un debate nacional sobre congruencia política. Viajes, celebraciones privadas y decisiones institucionales controvertidas alimentaron una percepción de distancia entre algunos actores del partido y los principios de austeridad que históricamente lo habían distinguido. Paralelamente, la ciudadanía comenzó a exigir resultados inmediatos en temas como vivienda, servicios urbanos y movilidad, demandas que esta vez se dirigieron al presente y no al pasado.

En el ámbito económico, 2025 también generó desafíos de percepción. Tras meses marcados por la volatilidad derivada de la política arancelaria de Estados Unidos, aumentó el número de ciudadanos que consideraban que la economía avanzaba en la dirección incorrecta. Este cambio en el ánimo colectivo se combinó con hechos de alto impacto social, como el asesinato del alcalde de Uruapan, que detonó protestas encabezadas por jóvenes y reforzó la idea de una exigencia creciente hacia cualquier fuerza en el poder.

A partir del otoño, nuevas tensiones emergieron desde grupos de interés que rechazaron reformas sectoriales, particularmente en materia hídrica y educativa. El año cerró con dificultades en elecciones locales, cuestionamientos sobre el diseño de la elección judicial y tensiones dentro de la coalición gobernante, que enfrentó desacuerdos sobre temas como nepotismo, seguridad y política económica. Morena concluyó 2025 en medio de un doble reto: reconstruir confianza y, al mismo tiempo, administrar la diversidad interna que acompaña a cualquier fuerza dominante.

Mirando hacia 2026, el partido enfrenta una disyuntiva estratégica. Mantener la cohesión interna puede implicar costos ante un electorado que exige estándares más altos, mientras que impulsar controles más estrictos podría tensar relaciones con sus propios aliados. La dirección política que adopte definirá si este año de inflexión se convierte en un tropiezo temporal o en el inicio de una reconfiguración más profunda en el panorama electoral.

La sala que respira

Nosotros —los de adentro— no hablamos; solo miramos.

Llevamos siglos atrapados en esta sala, donde la luz entra sin edad y las voces pasan fugaces y se apagan en el marco. El aire huele a barniz viejo. El parqué, al paso de los otros, apenas cruje; ese rumor de madera nos llega como si viniera del otro lado del lienzo.

Algunos regresan.

Él siempre regresaba. Año tras año. Nunca venía solo: traía a una alumna absorta, a un sobrino obediente o a una cita efímera que fingía entenderlo. Se detenía ante nosotros como quien debe traducirnos para dotarnos de existencia.

—Foucault lo explicó con elegancia —decía el visitante, como quien lo cita de memoria—: esto no es pintura, es pensamiento. No representa una escena, sino el propio acto de mirar. El espejo del fondo no revela un secreto, sino que señala un vacío: aquello que está fuera y no puede verse, lo que da forma a todo lo demás. El pintor nos observa. Y, sin advertirlo, estamos dentro del cuadro.

Entonces —como si el cuadro le exigiera una jerarquía— compartía otra idea que todavía le imponía respeto:

—Jonathan Brown habló del gesto cortesano: Velázquez se retrata junto a los nobles porque ya es uno de ellos. El artista no pide permiso, se impone. Este pincel es su cetro.

Y, por supuesto, mencionaba a Alpers:

—Para Svetlana Alpers, esto no representa: actúa. Es escena sin bambalinas. Todos interpretamos un papel sin darnos cuenta. Incluso nosotros, espectadores circunstanciales.

A veces traía otras hipótesis y señalaba los cuadros del fondo —motivos de Rubens— que parecían disolverse en la penumbra:

—Palas castiga a Aracne no por su torpeza al tejer, sino por revelar aquello que los dioses querían ocultar. Y Midas, condenado a llevar orejas de burro por juzgar mal la música. El arte es implacable con los errores del gusto.

Lo decía sin ironía, con una inquietud apenas velada, como si temiera cometer uno de esos errores él mismo.

Tampoco faltaban comentarios esotéricos:

—Velázquez creía en la astrología. Aquí ni la luz ni los espejos son inocentes. Toda la composición responde a una armonía secreta. Incluso la constelación de Corona Borealis parecía enlazar los corazones de los personajes centrales. Como si el cuadro siguiera un trazado celeste que apenas intuimos.

Y cuando ya parecía haber terminado —cuando los otros esperaban el remate brillante— bajaba la voz, como si se confesara más que explicar:

—Quizá no estamos viendo nada. Tal vez —y aquí dudaba— Velázquez no pintó a la infanta, ni a los reyes, ni a sí mismo. Quizá pintó esto —decía, extendiendo los brazos—: el instante en que creemos estar observando, ignorando que somos observados. A veces pensaba que me pintaba a mí; otras, que pintaba a ustedes, los espectadores. O acaso ambas cosas son ciertas a la vez. No pintó: nos apuntó. Somos el blanco. Quizá por eso regresaba siempre, para descubrirlo.

Lo presentaba como un juego erudito, pero después su mirada se tornaba distinta, menos segura, más vulnerable.

Decía a sus acompañantes que nunca se detenía ante Guernica; lo consideraba demasiado literal, demasiado herido.

—Por algo lo tienen en el Museo Reina Sofía —murmuraba, casi con lástima—. Todo en él grita. No deja espacio al que mira, no insinúa, no duda.

Nosotros, silenciosos, lo escuchábamos con atención. Lo vimos envejecer, pulir su discurso, matizar sus pausas. Pero nunca lo vimos dejarse mirar de verdad. Nos preguntábamos si, a fuerza de regresar, algún día vería algo más que su propio reflejo en nuestro silencio.

Hasta el día en que vino solo. Sin libros, sin acompañantes, sin citas fugaces. Se quedó un largo rato frente a nosotros. No dijo nada. Por primera vez, no parecía venir a explicarnos ni a explicarse. Estaba allí, en soledad, mirándonos como nunca antes.

No regresó.

Desde entonces, el silencio pesa más hondo. La luz entra del mismo modo y permanece flotando en la sala, como si alguien —sin nombre— aún siguiera respirando y aguardara, por fin, ser mirado.

Harfuch y el equilibrio interno del poder

La cercanía política entre Claudia Sheinbaum y Omar García Harfuch se ha consolidado como uno de los pilares operativos del actual Gobierno. La dupla ha logrado imprimir un sello propio en la estrategia de seguridad, con avances visibles en la reducción de ciertos delitos. Sin embargo, esa misma centralidad abre una pregunta incómoda: ¿qué tan sano es para la administración depender de un solo actor con un peso político creciente?

El riesgo no proviene únicamente de las expectativas generadas alrededor del secretario de Seguridad, sino de la eventual tentación de convertirlo en una figura omnipresente. La reciente controversia por sus comentarios sobre un detenido ligado a estructuras sindicales mostró lo fácil que es desdibujar límites y asumir vocerías que no corresponden. Para un Gobierno que busca proyectar institucionalidad, estos tropiezos pueden erosionar su propio discurso de rigor y transparencia.

La apuesta de Sheinbaum por una continuidad transexenal demanda estabilidad, y esa estabilidad solo puede garantizarse con un gabinete que distribuya responsabilidades y capital político. Hoy, las figuras de mayor peso, Harfuch y Marcelo Ebrard, conviven con una estructura desigual que no siempre acompaña con el mismo nivel de capacidad o influencia. El desequilibrio alimenta especulaciones sucesorias prematuras, un terreno fértil para la distracción y la fragmentación interna.

Equilibrar el gabinete no solo ampliaría las capacidades del Ejecutivo, sino que también protegería al propio García Harfuch. Si el proyecto de seguridad aspira a madurar, su principal operador debe evitar convertirse en un eje excepcional del poder. En un país donde el futurismo comienza temprano, mantener el foco en los resultados es, paradójicamente, la mejor forma de preservar cualquier aspiración futura.

Victoria de Kast expone límites del paralelismo regional

El triunfo de José Antonio Kast en Chile reabre el debate sobre el giro conservador en América Latina, pero sus implicaciones para México son más limitadas de lo que sugieren algunas lecturas apresuradas. A diferencia del escenario chileno, donde el progresismo llegó fracturado a la contienda, el oficialismo mexicano conserva cohesión relativa y un respaldo social que no muestra signos de colapso inmediato. La derrota chilena genera reflexión, sí, pero no un espejo automático.

En México, la derecha radical carece de una estructura orgánica semejante a la de sus pares sudamericanos. Sus expresiones quedan encapsuladas en figuras aisladas, sin capacidad de articulación territorial ni arraigo electoral masivo. Además, las fronteras ideológicas locales son más difusas: incluso proyectos que se autodefinen de derecha suelen operar con fuerte presencia estatal, lo que neutraliza la emergencia de un discurso disruptivo comparable al de Kast o Milei. El terreno político mexicano, por ahora, no es propicio para un salto similar.

El verdadero desafío para el oficialismo no proviene de la insurgencia conservadora externa, sino de sus tensiones internas. Las pugnas entre corrientes, la dependencia persistente de liderazgos carismáticos y la ausencia de una identidad partidaria bien delimitada configuran vulnerabilidades propias. En un contexto en el que el apoyo popular es la principal fuente de estabilidad, la fragmentación puede desgastar más rápido que cualquier avance de la oposición.

Las lecciones para México no apuntan al miedo, sino a la prevención. Cuando los gobiernos progresistas caen, suele deberse menos al empuje externo que al agotamiento interno y al desencanto social. La izquierda mexicana no enfrenta hoy un Kast propio, pero sí un reto estructural: sostener resultados tangibles que mantengan viva la adhesión ciudadana. Ignorar ese punto, y no un supuesto efecto dominó regional, sería la verdadera alarma.

El riesgo interno que enfrenta la 4T

El debate sobre la ofensiva de la ultraderecha ha ganado protagonismo en sectores cercanos a la Cuarta Transformación, que ven en ella una amenaza organizada y creciente. Sin embargo, atribuir cualquier protesta o expresión de malestar a una conspiración conservadora puede nublar un hecho esencial: el desgaste social también emerge desde dentro. La historia reciente de América Latina muestra que los gobiernos progresistas suelen caer menos por ataques externos que por la pérdida de entusiasmo entre quienes antes los apoyaban.

En México, la aprobación mayoritaria hacia el gobierno convive con demandas persistentes: seguridad deficiente, incertidumbre económica, servicios públicos frágiles. Transportistas, vecinos que exigen justicia o agricultores que protestan por precios injustos no necesariamente actúan bajo una bandera partidista. Reducir todas estas expresiones al “juego de la derecha” implica el riesgo de desconocer agravios reales y desatender el descontento que se acumula en amplias zonas del país. Es, además, una forma de trasladar la responsabilidad a factores externos.

El riesgo político no está únicamente en las campañas de desprestigio diseñadas por empresarios o consultores opositores, sino en que la narrativa gubernamental derive hacia el victimismo. La experiencia de los partidos que gobernaron México por décadas muestra que la externalización de la culpa –atribuir todo a enemigos o conspiraciones– conduce a la parálisis. También impide corregir rumbos y atender las expectativas de quienes dieron su voto esperando transformaciones concretas.

La 4T tiene ante sí un desafío estructural: sostener apoyo popular mediante resultados tangibles. Ello implica ampliar políticas redistributivas, robustecer la economía formal y responder a la inseguridad que afecta al país. Enfocarse demasiado en el adversario puede distraer de ese objetivo central. Cuando la inconformidad crece, el peligro no viene solo de fuera; surge, sobre todo, de la distancia entre las promesas y la vida cotidiana de la mayoría.

México ensaya una ofensiva nacional contra la extorsión

El Gobierno federal y los 32 estados firmaron un nuevo acuerdo para enfrentar la extorsión, delito que atraviesa al país desde el comercio ambulante hasta el sector agropecuario. La estrategia, presentada como un esfuerzo de coordinación inédita, busca elevar el delito a investigación de oficio, unificar criterios fiscales y fortalecer los mecanismos de denuncia. Sin embargo, la ceremonia en Palacio Nacional dejó más preguntas que respuestas sobre su alcance real.

Uno de los mayores retos es la falta de cifras confiables. La extorsión vive en la sombra: miles de casos no se denuncian por miedo a represalias, y episodios recientes —como el asesinato de un líder citrícola en Michoacán pese a tener resguardo— evidencian la vulnerabilidad de quienes se atreven a reportarla. Aunque el Gobierno presume un aumento del 23% en llamadas de denuncia desde julio, no se informó cuántas derivaron en acciones concretas.

También persisten dudas sobre recursos y capacidades. Varias fiscalías estatales operan con personal rebasado, con agentes que gestionan miles de carpetas donde deberían manejar cientos. La estrategia contempla crear unidades especializadas y fortalecer la línea 089, pero sin claridad presupuestal ni metas anuales resulta difícil prever si la centralización anunciada se traducirá en resultados sostenibles o quedará como un gesto político más.

La extorsión es ya un negocio transversal para distintos grupos criminales y afecta directamente el precio de los alimentos y la estabilidad local. Para que la nueva estrategia tenga impacto, deberá convertirse en un plan operativo verificable: con recursos definidos, responsabilidades precisas y sanciones ejemplares que envíen una señal inequívoca a las mafias. De lo contrario, México corre el riesgo de sumar otro anuncio sin consecuencias tangibles.

Tres décadas de ruptura entre EZLN y Estado

A 30 años del levantamiento indígena en Chiapas, el EZLN enfrenta un escenario marcado por viejas heridas y agravios acumulados. Las promesas estatales de reconocimiento y autonomía, encarnadas en los Acuerdos de San Andrés, quedaron truncas desde finales de los noventa, abriendo un ciclo de desconfianza que ninguna administración posterior logró revertir. La organización se replegó a la reconstrucción interna mientras la política nacional avanzaba sin ellos.

Los intentos de reconciliación han chocado una y otra vez con los hechos. Cambios de gobierno, nuevos partidos y discursos progresistas no alteraron la percepción zapatista de que el Estado mantiene un patrón de control y subordinación hacia los pueblos originarios. Las tensiones estallaron con fuerza durante los años recientes, en medio de proyectos federales que impactan territorios indígenas y la persistencia de grupos armados que operan en la región.

Mientras tanto, la violencia y el desplazamiento en zonas autónomas se han agravado. Comunidades enteras denuncian la presencia de actores armados, colusión institucional y la falta de medidas efectivas para contener la espiral de agresiones. En ese contexto, el EZLN sostiene que cualquier vía de diálogo requiere antes garantías mínimas de seguridad, algo que, desde su perspectiva, no existe en la actualidad.

La conmemoración del aniversario zapatista llega, así, envuelta en un clima de fractura profunda. El movimiento insiste en que su apuesta por la autodeterminación se mantiene intacta, pero advierte que el país atraviesa un momento crítico para la vida comunitaria. Tres décadas después, el tema pendiente sigue siendo el mismo: la deuda histórica con los pueblos indígenas y la incapacidad gubernamental para saldarla.

Aranceles mexicanos mueven las fichas geopolíticas regionales

El nuevo esquema arancelario aprobado por México —con gravámenes de hasta 50% sobre textiles, acero, autopartes y otros bienes provenientes en su mayoría de Asia— trasciende la lógica económica. La medida se inscribe en un momento de repliegue global y presiones crecientes de Washington para contener la expansión industrial china en el hemisferio occidental. Al modificar el costo de entrada de productos asiáticos, México envía una señal que impacta más allá de sus fronteras.

Mientras el Gobierno argumenta que los aranceles buscan apuntalar la producción nacional y corregir un déficit comercial estructural con China, especialistas advierten que la decisión también acomoda intereses estratégicos de Estados Unidos. La Casa Blanca ha presionado para que sus socios reduzcan la triangulación de mercancías chinas y fortalezcan cadenas norteamericanas de suministro en sectores clave. Desde esa óptica, el viraje mexicano funciona como un muro comercial que coincide con las prioridades de Washington.

Las consecuencias geopolíticas no terminan ahí. La medida podría tensar la relación con Pekín, que ha consolidado presencia económica en América Latina durante dos décadas. La sustitución de importaciones asiáticas por bienes estadounidenses o canadienses reconfigura el equilibrio regional, en un momento en que China diversifica inversiones y busca rutas comerciales menos vulnerables a presiones políticas. México, por su parte, apuesta a convertirse en plataforma manufacturera privilegiada en la disputa hegemónica.

El reto central será convertir ese reposicionamiento en beneficios reales. Si los aranceles no van acompañados de inversión industrial y modernización tecnológica, México corre el riesgo de asumir costos inflacionarios sin obtener la influencia que pretende en el nuevo mapa geoeconómico. En un escenario global marcado por rivalidades crecientes, cada movimiento comercial adquiere un significado político de largo alcance.

César Duarte: reaprehensión que reordena el tablero político

La trayectoria de César Duarte, exgobernador de Chihuahua, sintetiza uno de los casos más complejos de corrupción estructural en la política reciente. Con ascenso acelerado dentro del PRI y un gobierno marcado por irregularidades financieras, su administración dejó investigaciones abiertas por desvíos millonarios, adquisiciones de bienes presuntamente ilícitos y el funcionamiento de una red de pagos ilegales conocida como la “Nómina Secreta”. Las autoridades estatales y federales emitieron más de veinte órdenes de aprehensión en su contra antes de su detención inicial en Estados Unidos en 2020 y posterior extradición a México.

El expediente contra Duarte no describe únicamente presuntos desfalcos, sino la existencia de un ecosistema político sostenido en transferencias discretas de recursos a actores públicos y privados. Entre los beneficiarios señalados se encuentra la actual gobernadora de Chihuahua, María Eugenia Campos, cuya relación con estos expedientes ha sido objeto de procesos judiciales y controversia política. Esta red de protección política y jurídica permitió que, pese a las acusaciones, Duarte mantuviera márgenes de operación durante años.

El reciente operativo federal que condujo a su nueva captura marca un punto de quiebre. Con la llegada de Ernestina Godoy a la Fiscalía General de la República, el Gobierno federal ha asumido un papel central en un caso donde, argumenta, la justicia local mostró límites estructurales para proceder. El arresto coincidió con la ausencia de Campos del país, hecho que reavivó cuestionamientos sobre el papel de la autoridad estatal en los procesos contra el exmandatario.

La reaprehensión de Duarte reabre también escenarios para otros involucrados en la presunta red de desvíos, incluidos operadores de la llamada Operación Zafiro. Para analistas, el caso representa una prueba de estrés para el sistema judicial y político: si el Estado logra avanzar con eficacia en un expediente de esta magnitud, podría sentar un precedente para la rendición de cuentas en los niveles más altos del poder público.

Militarización en la frontera sur inquieta a Washington

La tensión en la frontera entre México y Guatemala volvió a escalar tras recientes enfrentamientos entre fuerzas guatemaltecas y grupos criminales mexicanos. El choque, que dejó un militar herido y un civil muerto, detonó la decisión de ambos Gobiernos de reforzar su coordinación operativa. México anunció “operaciones coincidentes” con Guatemala, una modalidad que implica despliegues paralelos en cada territorio para contener a los cárteles que dominan la región, particularmente facciones vinculadas al Cártel de Sinaloa y al llamado Cártel de Chiapas-Guatemala.

Aunque los dos países insisten en que estas acciones se realizarán sin intervención externa, el contexto regional complica la ecuación. Estados Unidos mantiene un despliegue militar creciente en el Caribe bajo el argumento de combatir al narcotráfico, y la narrativa de designar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas ha abierto la puerta a la expansión de sus facultades extraterritoriales. Para Washington, cualquier indicio de incapacidad estatal en Centroamérica adquiere valor estratégico: debilita resistencias diplomáticas y facilita negociaciones para extender su presencia militar.

La región ofrece precedentes. Países como Costa Rica, Ecuador, Guyana o Antigua y Barbuda han aceptado grados variables de cooperación militar estadounidense ante presiones internas y externas. En ese marco, la frontera sur de México aparece como un punto crítico, no solo por el trasiego de drogas, armas y migración irregular, sino porque históricamente nunca ha existido un acuerdo de seguridad bilateral sólido entre México y Guatemala. Esa ausencia deja espacio para interpretaciones y oportunidades para actores externos.

Los incidentes recientes —incluidos 12 ataques contra el Ejército guatemalteco en Agua Zarca y una incursión accidental de fuerzas mexicanas en junio— evidencian un deterioro que ambos Gobiernos buscan contener. Pero el riesgo mayor, advierten especialistas en seguridad regional, es que el escalamiento criminal termine alineando a países latinoamericanos con la agenda militar de Washington. Si eso ocurre, las “operaciones coincidentes” podrían convertirse en el primer eslabón de un reacomodo estratégico mucho más amplio en la región.