Donald Trump ha iniciado su segundo mandato con un mensaje claro: la era del imperio estadounidense no ha terminado, solo ha cambiado de forma. Su proyecto ya no busca proteger, sino expandirse. Desde su llegada a la Casa Blanca, ha reivindicado el discurso de la “restitución de Estados Unidos”, renombrando la Secretaría de Defensa como “Secretaría de Guerra” y nombrando a un veterano de Irak al frente.
Trump entiende el poder como velocidad: imponer una dinámica que impida reflexionar o rectificar. Su estrategia es mantener a la sociedad en movimiento constante, entre crisis mediáticas y decisiones inmediatas. En esa lógica, busca desmantelar los contrapesos institucionales, sembrar dudas en los jueces y convertir el caos en herramienta política.
Sin embargo, las recientes elecciones del 4 de noviembre mostraron grietas. Estados como Virginia, Nueva Jersey y California votaron en su contra, y Nueva York eligió como alcalde a Zohran Mamdani, musulmán y socialista de 34 años, símbolo de una nueva generación que desafía el poder financiero y la desigualdad.
Aun así, la “América profunda”, armada y radicalizada, sigue siendo su base más fiel. Trump apuesta por redibujar los condados para asegurarse el control del Congreso y garantizar un poder estructural que resista cualquier alternancia.
Mientras el país se divide entre costas liberales y un interior cada vez más autoritario, una verdad persiste: los cimientos republicanos de Estados Unidos siguen de pie, aunque sometidos a una prueba histórica. El imperio no muere; solo cambia de forma y de dueño.
