mié. Dic 31st, 2025

Michoacán exhibe los límites del modelo de seguridad federal

El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, y del líder limonero Bernardo Bravo fracturó el relato de control que el Gobierno federal había tejido en materia de seguridad. En Michoacán, la violencia no se mide ya en balas, sino en la captura silenciosa de economías locales por parte del crimen organizado. Los cárteles han mutado: del narcotráfico pasaron a la extorsión, y de ahí a un modelo económico que sustituye al Estado.

Los grupos criminales como Los Viagra cobran cuotas, controlan los días de cosecha y se presentan como “proveedores” de insumos agrícolas. En regiones como Tierra Caliente, ya no solo imponen miedo: regulan mercados, fijan precios y definen quién puede trabajar. Las víctimas rara vez denuncian; la autoridad, sin información, presume estabilidad. Pero esa “tranquilidad” estadística esconde sometimiento.

El Gobierno de Claudia Sheinbaum insiste en que los delitos de alto impacto disminuyen, aunque el fenómeno extorsivo crece en silencio. El secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, ha construido su discurso sobre datos favorables, pero Michoacán desmonta esa narrativa: los criminales han suplantado al Estado en sus funciones básicas, cobrando impuestos y aplicando su propia fuerza pública.

La crisis exhibe la fragilidad del modelo que privilegia las cifras sobre el control territorial. Mientras el Ejecutivo celebra la baja de homicidios, los grupos armados avanzan en la economía cotidiana. En Michoacán, las estadísticas son irrelevantes: la violencia ya no se libra en las calles, sino en los precios del limón, en las cuotas, en el miedo.