El discurso de Benjamín Netanyahu en la ONU expuso la contradicción central de Israel: buscar legitimidad internacional mientras acumula denuncias de genocidio en Gaza. La Asamblea casi vacía simbolizó el aislamiento diplomático del primer ministro, que insiste en equiparar las críticas a Israel con ataques a Estados Unidos y a Donald Trump, un intento de blindaje político frente a una base conservadora fragmentada.
El asesinato del propagandista Charlie Kirk reveló grietas inesperadas: sectores del movimiento MAGA, tradicional sostén de Israel, ahora lo acusan de operar con métodos encubiertos. La guerra híbrida, como la describe Max Blumenthal, ya no es sólo externa, sino también interna: controlar narrativas en EE.UU. es vital para Tel Aviv, pero cada vez más difícil.
En paralelo, países europeos como Francia y Reino Unido reconocieron al Estado palestino, un gesto simbólico que desafía la estrategia israelí de borrar la identidad palestina. Aunque críticos como Ilan Pappé advierten que puede ser un “cáliz envenenado”, el reconocimiento refleja un cambio político: Occidente empieza a confrontar a Israel y, por extensión, a Washington.
La estrategia de Netanyahu enfrenta un dilema: mantener la represión militar y el respaldo de EE.UU., o aceptar que la narrativa global cambió. La Corte Penal Internacional y los nuevos equilibrios diplomáticos anticipan más presiones. No es sólo si Israel podrá sostener su ofensiva, sino si podrá seguir moldeando el relato mundial de la guerra.
