Preguntarse si hoy tenemos la mejor Suprema Corte de Justicia de la historia obliga a reconocer claroscuros. Desde 1994, con la reforma que la convirtió en tribunal constitucional, y tras el giro de 2011 hacia un modelo garantista de derechos humanos, la SCJN alcanzó avances inéditos: matrimonio igualitario, aborto y no discriminación. Sin embargo, también ha emitido fallos que revelan tensiones entre técnica jurídica y cálculos políticos.
El presente muestra una institución fragmentada. La ideología de los ministros pesa más que su formación judicial, y el protagonismo en redes sociales sustituye a la solidez argumentativa. La base técnica que daba sustento a las ponencias se erosiona con despidos masivos, afectando la estructura que sostiene al Poder Judicial más que a los ministros visibles en los reflectores.
Los riesgos son claros: frivolidad, nepotismo y discursos antiderechos disfrazados de interpretación constitucional. Declaraciones simplistas sobre controversias o sobre la “vida como derecho absoluto” exhiben desconocimiento jurídico y retrocesos preocupantes. La Corte parece debatirse entre ser tribunal moderno o replegarse hacia el formalismo subordinado de épocas pasadas.
Más que preguntarse si es la mejor Corte, la urgencia es evitar que deje de aspirar a serlo. En una democracia en crisis de confianza, un tribunal constitucional debe ser contrapeso efectivo, no escenario de cálculo político. El verdadero peligro es la pérdida de legitimidad ciudadana, justo cuando más se necesita un árbitro independiente y técnico.
