La cancelación parcial de las fiestas patrias en Sinaloa, Veracruz y Michoacán no puede entenderse como un simple acto de prudencia. Es la evidencia de que el narcotráfico ha alcanzado incluso los rituales fundacionales del país, aquellos que deberían ser intocables. El Grito de Independencia, que por más de dos siglos ha simbolizado soberanía y unidad, aparece hoy condicionado por la capacidad del crimen organizado para sembrar miedo y marcar límites en el espacio público.
El costo humano de esta violencia interna es desolador: 1,850 asesinatos y 1,800 desapariciones en un solo año en Sinaloa, producto de la pugna entre “Chapitos” y “Mayos”. Estas cifras no son solo un recuento de muertes, son también la cancelación de símbolos nacionales. Cuando las autoridades anuncian que los festejos se reducen al acto protocolario, lo que reconocen implícitamente es la imposibilidad de garantizar que la nación celebre libremente en sus plazas.
El discurso oficial insiste en que existe coordinación, inteligencia y voluntad para enfrentar al crimen. Sin embargo, la realidad apunta a un déficit estructural: presupuestos insuficientes, sistemas judiciales vulnerados y una sociedad cansada tras dos décadas de violencia persistente. Mientras tanto, los grupos criminales se diversifican, se adaptan y avanzan, demostrando una capacidad de reinvención que supera a las instituciones que deberían contenerlos.
Más que la suspensión de una ceremonia, lo que está en juego es la vigencia de la soberanía misma. Si el narcotráfico condiciona las celebraciones históricas, lo que erosiona no es solo la fiesta nacional, sino la posibilidad de ejercer ciudadanía sin miedo. El Grito de Independencia siempre ha sido un recordatorio de libertad; que hoy se escuche a medias es la señal más grave de que la patria está en disputa.
