La red de huachicol fiscal que involucra al vicealmirante Manuel Roberto Farías Laguna mostró con crudeza que la estrategia de militarizar puertos y aduanas no erradicó la corrupción. Aunque la medida del expresidente buscaba cerrar espacios al crimen organizado, cuatro años después emergen pruebas de complicidad entre mandos navales y redes de contrabando. La promesa de “cero impunidad” se revela como insuficiente.
El hallazgo de más de treinta buques con combustible ingresado con documentos falsos revela que los mismos espacios denominados “enclaves de corrupción” siguieron operando bajo esquemas de colusión. Empresas privadas, agencias aduanales y funcionarios fueron parte de un engranaje que debilitó la reputación de la Marina, hasta entonces la institución de seguridad con mayor confianza ciudadana. El golpe institucional es profundo.
Los casos recientes de violencia agravan el panorama: el asesinato del contralmirante Guerrero Alcántar y la muerte del capitán Jeremías Pérez exhiben que quienes denunciaban irregularidades o estaban inmersos en estas redes terminaron silenciados. Las investigaciones apuntan a un sistema robusto, sostenido por amenazas, sobornos y pactos de impunidad. Plata o plomo, como diría el cliché, sigue marcando las decisiones.
El reconocimiento público al temple del actual almirante secretario de Marina, que decidió entregar a mandos y personal involucrado, busca reconstruir confianza. Sin embargo, persiste la pregunta central: ¿puede una institución militar depurar su interior mientras administra áreas tan vulnerables al crimen? La ciudadanía espera señales de limpieza real, no discursos, en un país que ya no tolera más traiciones a su confianza.
