Claudia Sheinbaum goza de una aprobación que supera incluso a la de su mentor político, Andrés Manuel López Obrador. Según Mitofsky, alcanzó 70.1% en junio, frente al 61.5% con el que inició su sexenio. Este capital político le ofrece un margen de acción envidiable para cualquier gobernante. Sin embargo, la popularidad no elimina los problemas de fondo: seguridad, economía, corrupción y salud son percibidos negativamente por amplios sectores sociales.
El riesgo está en que el poder se refugie en la estadística como justificación absoluta. Una aprobación tan sólida debería ser palanca para reformas profundas —fiscal, institucional o en servicios—, pero la tentación es usarla para polarizar y consolidar hegemonía política. La frase de la presidenta, “vamos a presentar pronto el Café del Bienestar, para que se sigan retorciendo”, ilustra cómo la aprobación se convierte en arma contra la disidencia.
En este esquema, la democracia del “bienestar” corre el peligro de mutar en una democracia del aplauso. El 30% de desaprobación, lejos de ser un dato menor, refleja la pluralidad y el derecho a disentir, valores que deberían guiar la construcción de políticas públicas. Gobernar para que los críticos “se retuerzan” abre una senda de intolerancia y autoritarismo.
La historia política mexicana muestra que las mayorías absolutas rara vez se traducen en transformaciones duraderas cuando se desprecian las minorías. El verdadero desafío de Sheinbaum no es administrar encuestas favorables, sino gobernar para el 100%. Solo así la democracia podrá trascender el espejismo del cariño popular.
