La historia mexicana está marcada por la pérdida de la mitad de su territorio en 1848 frente a Estados Unidos. Esa memoria colectiva explica la hipersensibilidad nacional a cualquier sugerencia de intervención militar extranjera. Para los mexicanos, cualquier operación unilateral de Washington sería percibida como traición y provocaría un rechazo casi unánime en la sociedad.
El reciente reportaje de The New York Times sobre una orden firmada por Donald Trump para autorizar operaciones militares contra cárteles en América Latina encendió alarmas. La propia presidenta Claudia Sheinbaum respondió con contundencia: “Estados Unidos no va a venir a México con los militares. Eso está absolutamente descartado”. La defensa de la soberanía es condición de supervivencia política para cualquier mandatario.
El contraste es evidente. Mientras Trump presume de que México hace lo que “se le dice” y destaca la reducción de cruces fronterizos, el gobierno mexicano marca una línea roja infranqueable: la presencia de tropas extranjeras en suelo nacional. La cooperación bilateral se limita al control migratorio, pero no se extiende al terreno militar.
El verdadero reto, sin embargo, sigue siendo interno. Zonas dominadas por cárteles, policías debilitadas y la herencia de la política de “abrazos, no balazos” complican el panorama. La soberanía es irrenunciable, pero también lo es la urgencia de una estrategia eficaz contra el crimen organizado. La pregunta persiste: ¿puede México sostener solo esta batalla sin ceder soberanía ni capacidad frente a los cárteles?
