Donald Trump, en su faceta de “negociador”, presume haber llevado a Vladímir Putin de vuelta a una cumbre internacional, pese a las sanciones, acusaciones y el aislamiento que lo acompañan desde la invasión a Ucrania. El encuentro, más simbólico que efectivo, otorgó al mandatario ruso la foto de legitimidad que buscaba desde hace años.
Sin avances claros hacia un alto al fuego ni concesiones de fondo, la jugada de Trump parece más un ejercicio de propaganda que una construcción real de paz. Aun así, el expresidente estadounidense se presenta como el arquitecto de un proceso en el que promete trilaterales con Zelenski y Putin, aunque las condiciones en torno al Donbás parecen imposibles de reconciliar.
En este escenario, Trump se autoproclama pacifista y alimenta su aspiración al Premio Nobel de la Paz. Paradójicamente, es el mismo líder que multiplicó los conflictos comerciales con aranceles y que desprecia las reglas tradicionales de la diplomacia internacional. Sin embargo, su narrativa encuentra eco en aliados dispuestos a validar sus gestos escénicos.
Lo sorprendente es que países como Israel y Pakistán ya lo han postulado formalmente. El mundo, en su desequilibrio actual, parece dispuesto a premiar la teatralidad por encima de los logros. La discusión es inevitable: ¿la paz se construye con diplomacia real o con la propaganda de un hombre que busca perpetuar su propia estatua en vida?
