La llamada “apertura del sector energético”, impulsada durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, no solo fragmentó el monopolio estatal: también abrió la puerta al huachicol fiscal, una red de contrabando y evasión que floreció al amparo de la liberalización petrolera. Tras la reforma de 2013, cientos de terminales privadas comenzaron a operar sin controles eficaces, mezclando combustible legal con gasolina robada o de contrabando.
La Comisión Reguladora de Energía y la Secretaría de Energía autorizaron más de mil permisos entre 2015 y 2018 sin mecanismos de verificación sólidos. A partir de entonces, surgieron importaciones simuladas, exportaciones ficticias y un mercado negro que drenó miles de millones de pesos al erario. “El Estado perdió control efectivo sobre un sector estratégico”, resume el diagnóstico elaborado en 2018 por el nuevo gobierno federal.
Desde 2019, la estrategia para combatir el huachicol cerró ductos, canceló permisos irregulares y auditó operaciones. Sin embargo, el daño estructural persiste: la privatización desordenada debilitó la soberanía energética y fortaleció al crimen organizado, que encontró en las terminales privadas una nueva ruta de extracción y lavado.
Hoy, bajo la administración de Claudia Sheinbaum, se intenta revertir ese legado. Un grupo interinstitucional y un sistema digital de trazabilidad buscan seguir, en tiempo real, cada litro de combustible importado o vendido. El gobierno reporta 200 mil millones de pesos recuperados en ingresos fiscales, aunque el desafío es mayúsculo: desmantelar el negocio ilegal que nació de una reforma pensada, irónicamente, para “modernizar” al país.
