La amplia coincidencia ciudadana sobre la necesidad de una reforma política en México es un indicador de desgaste institucional y de pérdida de confianza en quienes ejercen el poder. El hecho de que políticos, jueces y policías compartan niveles similares de descrédito sugiere que el problema no es individual, sino sistémico. Este escenario abre una ventana para impulsar cambios estructurales, aunque el riesgo de que la inercia o la resistencia de ciertos grupos frene el proceso es alto.
El financiamiento público a partidos y legisladores es, sin duda, uno de los ejes más polémicos. La crítica de que estos recursos son excesivos y mal utilizados no solo es recurrente, sino que se ve reforzada por la percepción de que sirven más para perpetuar privilegios que para fortalecer la democracia. Reducir estos gastos podría liberar fondos para áreas prioritarias, pero implicaría confrontar intereses consolidados dentro del aparato político.
Para que la reforma sea efectiva, no basta con ajustar presupuestos; es necesario replantear la forma en que se ejerce la política. La transparencia, la rendición de cuentas y la eliminación de privilegios deben acompañarse de mecanismos que garanticen la participación ciudadana real. Solo así se podrá romper el ciclo de promesas incumplidas que ha alimentado el desencanto social.
En paralelo, los problemas de gestión urbana, como las recientes inundaciones en la Ciudad de México, revelan que la falta de planeación y mantenimiento es una constante tanto en lo político como en lo administrativo. Abordar estos retos con visión preventiva y no meramente reactiva sería una señal clara de que las reformas buscan un cambio profundo y duradero.
