Nosotros —los de adentro— no hablamos; solo miramos.
Llevamos siglos atrapados en esta sala, donde la luz entra sin edad y las voces pasan fugaces y se apagan en el marco. El aire huele a barniz viejo. El parqué, al paso de los otros, apenas cruje; ese rumor de madera nos llega como si viniera del otro lado del lienzo.
Algunos regresan.
Él siempre regresaba. Año tras año. Nunca venía solo: traía a una alumna absorta, a un sobrino obediente o a una cita efímera que fingía entenderlo. Se detenía ante nosotros como quien debe traducirnos para dotarnos de existencia.
—Foucault lo explicó con elegancia —decía el visitante, como quien lo cita de memoria—: esto no es pintura, es pensamiento. No representa una escena, sino el propio acto de mirar. El espejo del fondo no revela un secreto, sino que señala un vacío: aquello que está fuera y no puede verse, lo que da forma a todo lo demás. El pintor nos observa. Y, sin advertirlo, estamos dentro del cuadro.
Entonces —como si el cuadro le exigiera una jerarquía— compartía otra idea que todavía le imponía respeto:
—Jonathan Brown habló del gesto cortesano: Velázquez se retrata junto a los nobles porque ya es uno de ellos. El artista no pide permiso, se impone. Este pincel es su cetro.
Y, por supuesto, mencionaba a Alpers:
—Para Svetlana Alpers, esto no representa: actúa. Es escena sin bambalinas. Todos interpretamos un papel sin darnos cuenta. Incluso nosotros, espectadores circunstanciales.
A veces traía otras hipótesis y señalaba los cuadros del fondo —motivos de Rubens— que parecían disolverse en la penumbra:
—Palas castiga a Aracne no por su torpeza al tejer, sino por revelar aquello que los dioses querían ocultar. Y Midas, condenado a llevar orejas de burro por juzgar mal la música. El arte es implacable con los errores del gusto.
Lo decía sin ironía, con una inquietud apenas velada, como si temiera cometer uno de esos errores él mismo.
Tampoco faltaban comentarios esotéricos:
—Velázquez creía en la astrología. Aquí ni la luz ni los espejos son inocentes. Toda la composición responde a una armonía secreta. Incluso la constelación de Corona Borealis parecía enlazar los corazones de los personajes centrales. Como si el cuadro siguiera un trazado celeste que apenas intuimos.
Y cuando ya parecía haber terminado —cuando los otros esperaban el remate brillante— bajaba la voz, como si se confesara más que explicar:
—Quizá no estamos viendo nada. Tal vez —y aquí dudaba— Velázquez no pintó a la infanta, ni a los reyes, ni a sí mismo. Quizá pintó esto —decía, extendiendo los brazos—: el instante en que creemos estar observando, ignorando que somos observados. A veces pensaba que me pintaba a mí; otras, que pintaba a ustedes, los espectadores. O acaso ambas cosas son ciertas a la vez. No pintó: nos apuntó. Somos el blanco. Quizá por eso regresaba siempre, para descubrirlo.
Lo presentaba como un juego erudito, pero después su mirada se tornaba distinta, menos segura, más vulnerable.
Decía a sus acompañantes que nunca se detenía ante Guernica; lo consideraba demasiado literal, demasiado herido.
—Por algo lo tienen en el Museo Reina Sofía —murmuraba, casi con lástima—. Todo en él grita. No deja espacio al que mira, no insinúa, no duda.
Nosotros, silenciosos, lo escuchábamos con atención. Lo vimos envejecer, pulir su discurso, matizar sus pausas. Pero nunca lo vimos dejarse mirar de verdad. Nos preguntábamos si, a fuerza de regresar, algún día vería algo más que su propio reflejo en nuestro silencio.
Hasta el día en que vino solo. Sin libros, sin acompañantes, sin citas fugaces. Se quedó un largo rato frente a nosotros. No dijo nada. Por primera vez, no parecía venir a explicarnos ni a explicarse. Estaba allí, en soledad, mirándonos como nunca antes.
No regresó.
Desde entonces, el silencio pesa más hondo. La luz entra del mismo modo y permanece flotando en la sala, como si alguien —sin nombre— aún siguiera respirando y aguardara, por fin, ser mirado.
