En el primer tramo del sexenio, Marcelo Ebrard ha logrado mantenerse como una figura central del gabinete, recuperando influencia política sin romper la cohesión interna del Gobierno. Su llegada a la Secretaría de Economía abrió expectativas: tendría a su cargo la relación comercial con Estados Unidos, la atracción de inversiones y la defensa del T-MEC en un escenario internacional más incierto. Ahora, las preguntas apuntan a si podrá traducir experiencia acumulada en resultados tangibles.
El reto es considerable. La economía mexicana ha enfrentado un año de bajo dinamismo y señales contradictorias. Mientras el Gobierno presume orden macroeconómico, empresarios nacionales muestran cautela, frenando decisiones de inversión que son clave para sostener el crecimiento. Ebrard intenta equilibrar ese desajuste mediante giras constantes a Washington y ajustes regulatorios internos, pero la percepción pública sobre el rumbo económico sigue sin mejorar y ese costo político comienza a acumularse.
En paralelo, el contraste con el desempeño de la estrategia de seguridad es inevitable. El avance inicial en índices delictivos ha generado una narrativa positiva alrededor de Omar García Harfuch, quien concentra gran parte de la atención pública. En Economía, en cambio, el discurso oficial enfrenta mayor escepticismo, y las reformas administrativas han provocado incertidumbre entre sectores productivos. Para Ebrard, este diferencial de resultados opera como presión adicional.
2026 será decisivo. La inminente revisión del T-MEC, la urgencia por detonar inversiones y la necesidad de simplificar trámites definirán si el secretario logra reposicionar el ánimo económico del país. Si Ebrard consigue articular resultados visibles, reforzará su figura política. Si no, su proyección futura se verá limitada en un gabinete donde la competencia interna ya comenzó.
