El debate sobre la ofensiva de la ultraderecha ha ganado protagonismo en sectores cercanos a la Cuarta Transformación, que ven en ella una amenaza organizada y creciente. Sin embargo, atribuir cualquier protesta o expresión de malestar a una conspiración conservadora puede nublar un hecho esencial: el desgaste social también emerge desde dentro. La historia reciente de América Latina muestra que los gobiernos progresistas suelen caer menos por ataques externos que por la pérdida de entusiasmo entre quienes antes los apoyaban.
En México, la aprobación mayoritaria hacia el gobierno convive con demandas persistentes: seguridad deficiente, incertidumbre económica, servicios públicos frágiles. Transportistas, vecinos que exigen justicia o agricultores que protestan por precios injustos no necesariamente actúan bajo una bandera partidista. Reducir todas estas expresiones al “juego de la derecha” implica el riesgo de desconocer agravios reales y desatender el descontento que se acumula en amplias zonas del país. Es, además, una forma de trasladar la responsabilidad a factores externos.
El riesgo político no está únicamente en las campañas de desprestigio diseñadas por empresarios o consultores opositores, sino en que la narrativa gubernamental derive hacia el victimismo. La experiencia de los partidos que gobernaron México por décadas muestra que la externalización de la culpa –atribuir todo a enemigos o conspiraciones– conduce a la parálisis. También impide corregir rumbos y atender las expectativas de quienes dieron su voto esperando transformaciones concretas.
La 4T tiene ante sí un desafío estructural: sostener apoyo popular mediante resultados tangibles. Ello implica ampliar políticas redistributivas, robustecer la economía formal y responder a la inseguridad que afecta al país. Enfocarse demasiado en el adversario puede distraer de ese objetivo central. Cuando la inconformidad crece, el peligro no viene solo de fuera; surge, sobre todo, de la distancia entre las promesas y la vida cotidiana de la mayoría.
