El anuncio del Gobierno mexicano para reducir la jornada laboral de 48 a 40 horas desató una oleada de advertencias sobre presuntos daños a las micro, pequeñas y medianas empresas. Sin embargo, especialistas señalan que el temor responde más a percepciones arraigadas que a un análisis económico integral. La propuesta, planteada de forma gradual hasta 2030, busca amortiguar ajustes y evitar choques abruptos en los sectores más sensibles.
Aunque líderes empresariales aseguran que la medida elevará costos operativos entre 15% y 20%, los economistas matizan este diagnóstico. Una parte sustancial del universo mipyme opera en esquemas de informalidad que ya funcionan al margen de regulaciones laborales básicas. Esto diluye el impacto real de la reforma, mientras concentra el desafío en compañías formales de servicios y comercio que dependen de horarios extendidos y rotaciones rígidas.
La discusión, coinciden los expertos, no puede reducirse a la contabilidad inmediata del costo laboral. Estudios internacionales apuntan a que jornadas más cortas suelen incrementar la eficiencia, y México enfrenta una brecha histórica en productividad que no se resolverá prolongando horas de trabajo. La reforma introduce justamente un periodo de transición para incentivar mejoras tecnológicas, reorganización de flujos y profesionalización administrativa, factores que hace décadas quedaron rezagados bajo un modelo anclado en la sobreexplotación de la mano de obra.
En paralelo, el país reordena su mercado interno y confronta la informalidad, que distorsiona la competencia y limita el bienestar. En ese marco, la reducción de jornada abre una oportunidad para replantear la relación entre costos, eficiencia y derechos laborales. Más que un golpe a las mipymes, el reto —dicen los analistas— es convertir la transición en un impulso hacia una productividad sostenida.
